Es un término usado para las condenas post mortem, cuando se realiza una desaparición
intencionada en el registro histórico de una persona, tendencia o suceso. La
técnica para lograrlo consiste en alterar los testimonios, retratos,
inscripciones o la narración oficial y pública de los hechos.
El
término «Damnatio memoriae» fue acuñado en 1689 por Christoph Schreiter
y Johannes Heinrichs Gerlach, en un libro sobre el Senado Romano y sus
declaraciones de enemigos. En Roma se usaba el término abolitio
nominis, que se traduce como eliminación del nombre.
Por supuesto sabemos de ejemplos anteriores a Roma, en el Antiguo Egipto es muy citado el caso de Akenatón, el décimo
faraón de la dinastía XVIII, que reinó entre 1353 y 1336 a.C., promoviendo un
cambio radical en la sociedad egipcia, que sustituyó el culto politeísta de Amón
por el monoteísta de Atón. Sus sucesores no lo consintieron borrando el rastro de su existencia,
del porqué y el cómo.
En
Grecia, el político y filosofo Demetrius Falereus gobernó Atenas entre
el 317 y el 307 a.C. a la sombra del rey de Macedonia, perdió el poder en el
307 a. C. y tuvo que exiliarse en Tebas, luego el rey Ptolomeo II el hizo
responsable de la famosa Biblioteca de Alejandría, hasta que cayó en desgracia
y volvió al exilio. Las estatuas que
erigió en Atenas fueron destruidas.
En el SPQR (Senatus Populusque Romanus, el Senado y el pueblo de Roma, la República
Romana) era una sanción que consistía en castigar con el olvido, quitando el
nombre del condenado en las inscripciones que apareciera. A veces le seguía la rescissio
actorum (anulación de los actos), es decir, la destrucción completa de
todas las obras creadas por el condenado en el ejercicio de su cargo, siendo
considerado un ciudadano terrible. Si este acto se producía en vida, desde el
punto de vista jurídico, representaba una verdadera muerte civil.
Ya
en el Imperio la costumbre fue incrementándose, destaca Lucio Elio Sejano, militar
y político que realizó una conspiración fallida para derrocar al emperador
Tiberio, sucesor en el año 14 de César Augusto (el refundador de Zaragoza) La
condena implicaba la cancelación de su nombre de las lápidas, la demolición de
sus estatuas y la desfiguración de su perfil en las monedas. Nerón y Calígula (difamado post mortem por su tío Claudio, el de Robert Graves y aquella gran serie de la BBC) también
fueron objeto de Damnatio memoriae, solo nos ha llegado que eran locos y
tiranos. Los cambios en el poder no solían ser tranquilos (la democracia actual
en el mundo Occidental sería la excepción a lo largo de los miles de años de la
historia humana) el sucesor legitimaba su cargo denigrando al anterior. Lo que
entendemos por verdad es siempre cuestionable.
Uno
de los hechos más sangrantes de Damnatio
memoriae es el Descubrimiento de América, algo incuestionable, los navegantes
europeos alcanzaron el 12 de octubre de 1492 las costas de un continente (nuevo
para ellos, y para el legado cultural humano, también lo podrían haber hecho
los chinos, los japoneses, los indios, y con seguridad lo hicieran los vikingos
y los polinesios, y mucho antes los pueblos asiáticos por el estrecho de Bering
hace más de 15.000 años, pero no dejaron testimonio escrito) El caso es que
ese hecho incuestionable es para determinados manipuladores de opinión un
agravio, y utilizan la figura de Cristóbal Colón como objetivo a combatir, y
también la festividad del Día de la Raza, el Día de Colón o el Día de la
Hispanidad (denominación usada desde principios del siglo XX para celebrar el
evento) En Venezuela la rebautizaron como el Día de la Resistencia Indígena, en
Nicaragua el Día de la Resistencia Indígena, Negra y Popular.
Otro
ejemplo paradigmático es la Unión Soviética, León Trotski, uno de los líderes
de la revolución, desapareció de las fotos en 1940 (José Stalin lo mandó
asesinar) A la muerte del propio Stalin todo dejó de ser estalinista (pasaron a
llamarse marxistas-leninistas, en España todavía existen y viven en un chalet
de lujo) borraron el recuerdo de la crueldad y la pobreza demoliendo las
innumerables estatuas del dictador. Con la caída del Muro de Berlín en 1989, el
abandono del comunismo y la desintegración de la URSS, intentaron suprimir los
vestigios del pasado, hasta con leyes que prohibían la reconstitución de los
partidos comunistas y la exhibición de sus símbolos.
La
Guerra de Secesión o Guerra Civil estadounidense también es un ejemplo que
todavía sigue vivo y motivo de conflicto, aunque aconteció entre 1861 y 1865, los
hay que quieren suprimir todo lo relacionado con los Estados Confederados de
América (un país que solo existió durante la propia duración de la guerra) y los
hay que idolatran sus banderas como una significación política rebelde, también
los hay que entienden la historia como patrimonio, como cultura y folklore, en
donde resulta extraordinariamente complejo discernir quienes eran los buenos y
los malos.
La
derogación por el gobierno de Jorge Azcón dice en el preámbulo: “La Ley
14/2018, de 8 de noviembre, de memoria democrática de Aragón, impone un relato oficial.
Cualquier pretensión de crear una historia oficial vulnera las mencionadas
libertades públicas, puesto que al legislador no le corresponde construir un
relato histórico de ninguna época determinada. La memoria es algo subjetivo y
personal y no debe ser objeto de desarrollo legislativo. Cualquier hecho
histórico debe ser materia de estudio, investigación e interpretación, y las
Administraciones deben garantizar a los ciudadanos los medios y el libre acceso
a las fuentes para que, con plena libertad, se analice el pasado histórico sin
recibir consigna, censura o condicionamiento alguno.
En
la referida Ley se recoge, entre otras, la idealización extrema de la Segunda República, pretendiendo
enlazar este período convulso de nuestra historia con el modelo de democracia actual;
la condena de crímenes y atrocidades cometidas por un bando durante la guerra
civil, pero la
relativización de los cometidos por el otro, y la limitación de la definición
de “víctimas” a los que
sufrieron muerte y represión, por una parte, pero no por la otra. El
texto olvida y excluye de su ámbito de aplicación otros periodos, como el
período de la Segunda República (1931-1936), cuando es notorio que en aquel y
en otros periodos, la violencia política ejercida merecería su inclusión, a
modo de lección histórica. De este modo, el texto puede llegar a sembrar la
división y la confrontación entre los aragoneses sobre una tragedia fratricida
mediante la imposición de un relato ideológico de parte.
El
texto conlleva, en definitiva, una visión partidista de la historia, con la
reescritura de los hechos históricos incómodos o contradictorios para esa
visión de parte.
Por
todo ello es por lo que se hace necesaria la derogación de dicha Ley, lo que no
impedirá que las Administraciones Públicas faciliten a ciudadanos y
asociaciones la búsqueda, exhumación, documentación y honra a las víctimas de
la guerra o de la represión, cualquiera que fuera el bando en el que militaran,
su ideología o demás circunstancias personales.”
La
ley de Memoria Democrática presentada por el gobierno de Pedro Sánchez y aprobada por la Cortes españolas dice en su página 6: “La memoria de las
víctimas del golpe de Estado, la Guerra de España y la dictadura franquista, su
reconocimiento, reparación y dignificación, representan, por tanto, un inexcusable
deber moral en la vida política y es signo de la calidad de la democracia. La historia no puede construirse
desde el olvido y el silenciamiento de los vencidos. El conocimiento de
nuestro pasado reciente contribuye a asentar nuestra convivencia sobre bases
más firmes, protegiéndonos de repetir errores del pasado. La consolidación de nuestro
ordenamiento constitucional nos permite hoy afrontar la verdad y la justicia
sobre nuestro pasado. El
olvido no es opción para una democracia.”
La Ley que aprobó el gobierno de Javier Lambán, dice en la página 5: “Es imprescindible, en ese sentido, recordar y homenajear las vidas y las experiencias de aquellas personas que se esforzaron por conseguir y defender en Aragón un régimen democrático como el de la Segunda República española, a quienes sufrieron las consecuencias de la guerra civil, a las que padecieron castigo, persecución o muerte injustos a manos de la dictadura franquista por oponerse a la misma o ser sospechosas de ello, o por defender la democracia y la libertad. La Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura franquista, supuso un hito legislativo y un innegable avance en el reconocimiento moral y la reparación de aquellas personas que padecieron persecución o violencia por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa.” En la página 6: “El recuerdo de las violaciones de los derechos humanos en Aragón se convierte en un acto de justicia y civilizador, de educación en valores y de erradicación del uso de la violencia como forma de imponer las ideas. Nuestra memoria democrática hunde sus raíces en el compromiso de muchas personas por participar y defender la legalidad democrática, la libertad y la justicia social, y en el sufrimiento injusto padecido por quienes fueron objeto de represión por parte del Estado franquista.
El
deber de memoria que implica la gestión de la memoria democrática comprende la
responsabilidad de los poderes públicos de Aragón de amparar el derecho subjetivo a buscar la
verdad de los hechos, de proteger a las víctimas que lo fueron por
comprometerse con la democracia, la libertad y la justicia social, y de
disponer de los medios suficientes para repararla. Eso ha de poder ser
compatible, del mismo modo, con el reconocimiento de las violaciones de los derechos
humanos que se dieron en Aragón en la zona republicana y el acceso a
derechos básicos e inalienables desde el punto de vista humanitario, como el de
exhumación e identificación por parte de descendientes de las personas
asesinadas. El hecho de
que aquellas víctimas fueran exaltadas por el franquismo no implica asumir tal reconocimiento
como válido ni legítimo.
El ejercicio de la profundización que la democracia moderna se propone en los
valores del respeto a la dignidad humana y la tolerancia solo puede realizarse
desde un impulso ético y desde la radicalidad democrática, por encima de
cualquier afinidad ideológica.”
Como colofón inserto, con el auto-concedido permiso del autor y de su periódico digital, un interesante artículo fechado el 19-04-2021 de César Cervera Moreno (Candelera -Ávila- 1988) licenciado en Periodismo, divulgador histórico de temas militares, redactor de ABC, creador de la web Una Pica en Flandes, y autor de Los Austrias. El imperio de los chiflados, Superhéroes del Imperio, Mitos y realidad de los hombres que forjaron España, los borbones y sus locuras, Soldados de la Historia de España. El texto que reproduzco lleva por titulo:
¿Fue la Segunda República una democracia plena? Los historiadores responden.
“Hace noventa años se proclamó una república democrática que, aunque carecía del aval de un referéndum o de unas elecciones legislativas (de hecho, en las municipales triunfaron las fuerzas monárquicas en número de concejales), vio aceptada su legitimidad por la mayor parte del espectro político. Los republicanos de izquierda, los socialistas y los radicales de centro impulsaron la llegada de la Segunda República, pero solo una minoría demostró un verdadero compromiso con las normas del sistema electoral parlamentario. Para el resto, la república no era tanto un sistema político como un programa de reformas culturales e institucionales para el cual era indispensable eliminar a los católicos y a los conservadores de cualquier influencia política. Un instrumento, un medio, pero no una meta. «La dificultad para asentar un régimen democrático en la España de los años 30 tuvo mucho que ver con el muy generalizado desprecio de los actores políticos hacia la cultura liberal del pacto», asegura el historiador Fernando del Rey en la obra colectiva 'Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española', donde ejerce como coordinador. «Actitudes como pactar y dialogar, fundamentales en cualquier sistema que aspire a proteger y amparar el pluralismo social y político, fueron denostadas como parte de otra época ya extinta», apunta este mismo autor.
La República no fue levantada por
algunos de sus actores protagonistas como una democracia tal y como la
entendemos hoy,
esto es, como la libre competencia de los partidos por el gobierno. «La Segunda República se
concibió como una ruptura política que debía instituir el dominio de los
partidos de la conjunción republicano-socialista presentes en el Gobierno
Provisional del 14 de abril de 1931, de modo que el sufragio universal
sólo sirviera para ratificar ese mando y no para cuestionarlo», señala el
historiador Roberto Villa, que resalta que el PSOE incluso veía la democracia como «la estación de
tránsito a otro régimen distinto, exclusivamente suyo. De ahí que casi
nadie aceptara nunca una derrota electoral». El pecado original de la Segunda
República nació con la propia constitución de 1931. Las Cortes constituyentes
estaban, en palabras de Alcalá-Zamora, «muy distanciadas de la efectiva y
serena representación nacional», de modo que redactaron una carta, de espaldas
a la mayoría católica, lejos de la ‘república de orden’, centrada, liberal y
burguesa que algunos habían imaginado. «La Constitución de 1931 debía haberse
convertido en el pilar sobre el que montar un nuevo sistema democrático que
superase de manera definitiva la España caciquil de la Restauración, que además
había sido apuntillada por la dictadura de Primo de Rivera. Aquella Carta Magna
con un claro sesgo hacia la izquierda contribuyó a crear una división que llegó
a su punto culminante con la aprobación del artículo 26 sobre la cuestión
religiosa y la inmediata dimisión de Alcalá-Zamora como presidente del Gobierno
Provisional», argumenta Javier Arjona, historiador, director del Aula de
Cultura de ABC y experto en la figura del presidente de la República.
El puntual retraimiento de
la derecha monárquica y católica en las elecciones constituyentes dio una
fotografía irreal de cuál era la voluntad popular en esas fechas. El 90% de los
escaños de las constituyentes que siguieron a la caída de la monarquía estaban
representados por políticos de la Conjunción Republicano-Socialista, que ni
siquiera incluían las demandas de gente tan indudablemente republicana como
Lerroux y Alcalá-Zamora. En solo dos años, la victoria de la CEDA y la gran
fuerza electoral de los republicanos de centro puso de manifiesto que la
Segunda República era mucho más diversa, y conservadora, de lo que su
constitución había establecido.
«El
diseño institucional tampoco respondía al principio de la división y el
equilibrio de poderes, pues otorgaba a la Cámara única, esto es, a una mayoría
parlamentaria coyuntural, un poder prácticamente soberano. Al menos, todo eso
nos sirvió para aprender en 1978», defiende el historiador Roberto Villa, autor
de ‘1917. El Estado catalán y el soviet español’ y ‘1936. Fraude y violencia en
las elecciones del Frente Popular’, ambos publicados por Espasa.
Si
bien el historiador Javier
Tusell definió este periodo político como una «democracia poco democrática»,
otros autores, como el también historiador Francisco Sánchez Pérez, reivindican
su éxito inicial como «un
régimen democrático de masas bastante avanzado para la época y de voluntad
modernizadora». Opinión muy pareja a la de Edward Malefakis, que afirma
en su libro 'La Segunda República española en perspectiva comparada' (Fundación
José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, 2014) que «a pesar de todos sus defectos
–que fueron múltiples–, la
República de abril de 1931 estuvo envuelta en una nobleza que la hizo
excepcional tanto en su tiempo como en el conjunto de la historia de España y
Europa». Aunque
muchas de las políticas aprobadas se quedaron en el campo de lo declarativo y,
en muchos casos, fueron limitadas o eliminadas en los distintos bienios, no se pueden olvidar los
numerosos avances sociales y culturales que de la mano republicana
transformaron por completo España, entre ellos la extensión del sufragio a las mujeres,
las reformas sociales, la ampliación
de los derechos ciudadanos a las capas populares, la política educativa,
aunque por el camino se descuidara algo tan básico para estabilizar una
democracia como el respeto por el pluralismo político y la alternancia entre
distintas fuerzas. «Fue la primera democracia de la
historia de España con sus aciertos
(la renuncia a la guerra como instrumento de la política nacional, la reforma
educativa, el gran impulso cultural, la política social del primer Bienio
republicano...), y sus errores (constitucionalizar el problema religioso, poner en marcha una reforma
agraria sin fondos para las correspondientes indemnizaciones, no saber
explicar a los militares la imperiosa necesidad de la reforma del ejército que
se emprendió...)», expone Alberto Reig Tapia, catedrático de la Universidad
Rovira i Virgili con motivo del 90 aniversario de la proclamación. Este
historiador, además, recuerda que «la democracia actual no surge ex nihilo y
sus orígenes y fuentes de inspiración no pueden ser otros que la experiencia
democrática precedente: la Segunda República».
Roberto
Muñoz Bolaños, por su parte, defiende en 'Las conspiraciones del 36: Militares
y civiles contra el Frente Popular' que se trató de «una democracia sin demócratas» donde, en
mayor o menor medida, la
mayoría de líderes políticos conspiraron contra el régimen en algún momento.
Tanto la derecha como la izquierda y, en general, las diferentes opciones
políticas, consideraban la fuerza como una alternativa aceptable al sufragio. La posesión de pistolas entre
parlamentarios era parte del paisaje y los disparos en las calles algo
cotidiano.
«La
verdad es que fue una constante de todo el periodo, desde 1931 hasta 1936, que
en general se va agravando año a año. Sencillamente, en ese quinquenio,
determinados sectores políticos de la extrema izquierda y la extrema derecha, pero especialmente la
extrema izquierda, y ahí están los números para ratificarlo de manera
abrumadora, pensaban que la
violencia era un instrumento útil y legítimo de cambio político para
imponer su modelo de sociedad privativo y, desde luego, para evitar la
consolidación de sus adversarios políticos en el poder», argumenta Roberto Villa.
Entre 1930 y 1936 hubo
nada menos que siete sublevaciones: 3 de ellas anarquistas, 2
republicano-socialistas y 2 de militares de derechas
Otras
democracias europeas, que, como la italiana, la checa o la alemana, también
sufrieron tensiones similares en un periodo que ha sido denominado como ‘la década del odio’. «La
violencia política no fue en absoluto una excepción española, sino un signo más
de aquellos agitados tiempos en que el surgimiento del fascismo y el comunismo
se disponían a arrasar los regímenes demoliberales de la época», apunta Reig
Tapia , que, eso sí, advierte que la violencia nunca surge por generación
espontánea: «La crisis de las democracias 'decadentes', 'inoperantes',
'burguesas', según la rechazaban unos y otros, se solventó en Europa con el triunfo y reforzamiento del
sistema liberal democrático tras el triunfo de las mismas en la II Guerra
Mundial..., salvo en España, que fue ignominiosamente abandonada a su suerte».