—E s'a el tocaba ¿perqué no pas tirèt tèrra
sobra l'afar? (Y si a él tocaba ¿por qué no echó tierra sobre el asunto?)
—inquiere de nuevo el gobernador d’Encamp.
—Culpa
tuvieron los consejos de ese perro moro de Mateo Vázquez, que así lo llamaba la
princesa de Éboli… Gracias a Dios ahora solo ladrará a Satanás. Felipe le
escuchaba, era entonces un mar de confusión y decidió que alguien tenía que
pagar. Así me agradeció mis servicios: con crueldad, codicia e ira. ¿Cómo se
dice en vuestra lengua…? Tal vez publique otros tantos papeles que tengo,
todavía más graves, aunque me traten de traidor; pues él sí que es traidor, que
su palabra me la dio no sé cuántas veces, y cuando la palabra se hace palabras,
no crece sino mengua. Que la palabra muy de antiguo tiene por naturaleza ser
obra y no palabras.
—Siempre
lo pensé Antonio, pero nunca tuve ocasión de preguntáoslo —tercia el infanzón
Francisco de Ayerbe que sienta a su vera—, dicen muchos que la culpa la
tuvieron los celos.
—
¿Sí?, ¿eso dicen?, —cuestiona desdeñoso mientras se acomoda la suave piel de
cordero del sillón—, amigo Francisco, aunque me sonroja, algo os diré. La
princesa de Éboli es mujer arrebatadora, incluso siendo tuerta fascinan sus
encantos, o por eso mismo, no lo sé. Ya en su mocedad era diablillo de
caprichos y mandona, tan inquieta que la esgrima le costó el ojo. A mí me
contagió el ardor y el descaro, pues ni las preñeces le amilanaban. Por las
cosas del destino nacimos a un par de leguas, ella en Pastrana, yo en
Valdeconcha, y en el mismo año: el cuarenta, pero me aventajó en casi
todo. Nunca se sintió menos que los
hombres, más bien al contrario, y pecó de soberbia, y chocó con rey que no
gusta de eso en sus súbditos y menos en las hembras. Una vez me confesó que,
después de enviudar de don Ruy Gómez da Silva, fue amante pasajera de Felipe.
Dios se lo perdonará, yo se lo perdono, es mi amiga y la quiero por ello. Si
hubo celos no fueron los míos, soy hombre de una sola mujer: de mí desgraciada
Juana que la tienen a pan por onzas. Amigo Francisco, con doña Ana solo
compartí gustos y ambiciones, y por eso, es decir: por nada, ahora paga condena
en Pastrana. Lo último que sé de ella es que desvaría, que la cabeza se le ha
ido.
A
los presentes les entra la mudez, la imaginación cabalgando en empresas
carnales, sueñan con las calenturas de los mulos de la Princesa entre las
sabanas frías, la bonanza de morir encamado en sus ubres, ser rey y montar a la
tuerta por su sitio.
—
Dios castigará la crueldad del Rey con doña Ana —prosigue el político absorto
en su prédica—. Teniéndola a su atojo no
le quiso dar golpe presto de cuchillo, que es piedad, sino años seguidos de
miserias, de ofensas, de prisiones, de privación de estado, de estados, de
hacienda, de defensa. Le hicieron de su pellejo cárcel por dentro y fuera, y en
él acabara, pues la quiere matar de palo en palo, y favor se hubiera hecho doña
Ana de conseguir veneno —ensimismados ante la elocuencia de Antonio Pérez no
impiden que el fuego se consuma y se arremolinan todavía más a su sillón—.
También es señal de la bondad del soberano el medio que toman sus ministros
para congraciarse con él, os pondré un ejemplo monsieur
Gobernador: mi mujer viajo hasta
Portugal para pedir clemencia al Rey, y sabed que fue detenida e interrogada
como una ladrona y como estaba preñada de ocho meses la abortaron. Y otro que
vi con estos ojos: que cuando embolsaba el rey cinco mil que le tocaban, decía
que pusieran quince mil ¿Qué os parece…? El uso del poder absoluto es muy
peligroso a los reyes, muy odioso a los vasallos, muy ofensivo a Dios y a la
naturaleza: como lo muestran mil ejemplos, y si no revuelvan vuestras mercedes
el libro de la experiencia y verán.
—
¡Qué amargo rey…! —reconviene el entusiasta Cristóbal Frontín.
—Siempre
va de negro —refrenda Gil de Mesa—, enlutado de por vida del cogote a la punta
del pie, y todas sus viviendas teñidas de humos, para que no destiñan, aunque
al tiempo acaben en gris de ala de mosca.
El
soliloquio se trasmuta en coloquio como el frescor en frio en el salón donde
les alojaron los cónsules de la bastida. Ellos avivaron el fuego del amplio
hogar, dejaron vino blanco, rosquillas y panes, y marcharon a sus quehaceres.
Son hugonotes piadosos, hijos de los colonos que fundaron Gant en forma de damero. Las Bastidas son
las villanuevas de España, decisiones que buscan poblar desiertos y cambiar
pastos por murallas. Cada familia que arriba es igual a las demás y recibe un acre de tierra y un año para levantarse
casa. Ellos mismos eligen a los que les gobiernan, o por cooptación o votando
todos, pero, aunque en las bastidas la vida mejore, no se libran de tributar
censos y diezmos a abades o vizcondes; no ganaran el paraíso en vida incluso
siendo puros luteranos.
Pérez
no ceja en su alegato, el monsieur
d’Encamp parece encantado de escucharlo, Mesa le secunda con los de Tahuste: Frontín, Ayerbe y Dionisio
Pérez de Sanjuán, que se relamen en los vericuetos de la Corte, ese mundo de
manejos y cortesías, de chapines dorados, cochinillos y pulardas confitadas; el
resto, más alejados y de pie, bostezan. Heredia se entretiene limpiándose las
uñas con su faca, Ganareo mira batir los copos a través de la ventana, Miguel
Donlope saltimbanquea para calentarse, Martín soporta el sermón del político
que no cesa y no deja meter baza en el asunto que les trae, parece que solo
tener ojos para el gobernador bearnés. La Nuça, sin soltar palabra, desanda los
pasos del salón y cierra la puerta con estrepito, el resto gira la cabeza sin
más, pues siguen embobados con las predicas de Pérez:
—Los
hombres deben extraviar parte del amor y confianza que tienen a los príncipes,
pues esa parte, a veces, se acerca a la idolatría, que la debida a ellos no la
repruebo, porque sería quitar el concierto y la trabazón natural, pero la otra
sí, por común provecho. Porque el demasiado amor y respeto viene a parar en
daño del mismo príncipe y de los mismos vasallos. Porque como hombres se suelen
algunos subir tan alto que se pierden así mismo de vista, y se desvanecen y
desconocen a sus inferiores. Pues la dignidad real no debe de confundirse con
la persona, y su legitimidad debe de respetar la ley natural y divina y también
el pacto que le une a su pueblo. Y todo
esto también lo tengo escrito en mis papeles que están a buen recaudo, y como
al Rey no han de gustar, me trataran de perjuro, ingrato, de todo lo peor de
este mundo, pues cuando no gustan, olvidan en conciencia la esencia de la
política y de la vida cristiana. Sabed que el beneficio común es gran
sacramento y cumplirlo parece más milagro que obligación.
Interrumpe
el magisterio el estruendo de la puerta abriéndose de una patada, de seguido
sienten el hielo de los copos arrastrados por los malos vientos, y no van
solos, van con don Martín asiendo una gavilla de sarmientos en cada mano,
recorre así el amplio salón y sin miramientos salva el grupo de apiñados para
arrojar la leña al fuego. Coge el soplete y lo sacude con brío hasta que surgen
las llamas de las brasas y comienza a prender con tanto ímpetu que las chispas
amedrentan a los más cercanos, instintivamente reculan con sus sillas y
sillones hacia territorios más livianos. Martín no da un paso atrás, se queda
al lado del hogar, soportando el flujo de la hoguera, colorado por un lado y
pardusco por el otro comienza a hablar:
—Nos
falta Manuel Donlope, que llegará mañana o pasado de Chaca con los rezagados de nuestros seiscientos fieles; de Bolea no
sabemos nada y prefiero no augurar conclusiones precipitadas, ya sabemos de
demasiados traidores: Coscón,
el señor de Huerto, Baltasar de Gurrea, y… mejor ni mentarlos, me revuelven las
tripas. Al menos dicen que por Pau anda vuestro criado Mayorini, y que han
visto de camino a mi amigo el zapatero Gaspar Burcés; pero deciros tengo algo
importante: he concertado el reclutamiento de doscientos bearneses con la
avenencia de monsieur d’Encamp.
Martín
reverencia con la cabeza al anfitrión, sabe que la empresa solo tendrá valía si
en ella se implican los intereses de la corte de Catalina de Borbón, la
Princesa del Béarn.
—
¡Pocos son…! —contradice don Diego de Heredia.
—Acabamos
de empezar el reclutamiento, hay que correr la voz por las gaves…
—No
es empresa de un día don Diego —interviene Pérez—, y ni es cuestión de
pregonarla ni guardarla en secreto, pues así no se forman los ejércitos, y de
espías no andan escasos en la Corte de Madrid.
—Cuentan
que el Rey quiere llegar a un pacto —contesta el caballero de Fuentes.
—Tal
vez sabéis más que nosotros, acabáis del cruzar la muga. Pero Diego, no creáis
lo que cuentan en las ventas. Sé que estáis preocupado por la familia y lo
entiendo, mas recordad las palabras de Antonio sobre el tirano. Ya intenté
llegar a un pacto con el inquisidor Morejón, a través de Rogelio Mur, el señor
de Lapenilla; el capitán Donlope os lo puede contar, él estuvo negociando con
el obispo de Güesca; querían que nos
viéramos en la Bal de Tena, porque
creían que Antonio estaba en Sallent, era su estratagema para poder pillarlo.
Incluso así acudimos a la reunión en El Pueyo —dice el montañés señalando a
Frontín y Dionisio—, ellos estaban allí, y también Thomás Pérez de Rueda y
Manuel Donlope. ¡Decidle a don Diego si era de fiar el obispo…! Hablamos y les
dije que Antonio se quería entregar para ser juzgado, que nos dieran lugar en Chaca, en Güesca, en Çaragoça, o en
la China, eso sí, los jueces deberían ser desapasionados y honestos en su
oficio. La barba te llegará a los pies esperando la respuesta.
—Todo
era una farsa —apostilla Pérez—, de ellos y de nosotros, yo ya no estaba en
España, crucé mi Rubicón de los Pirineos el veinticuatro de noviembre por la
noche. Veinticuatro… ¡ay veinticuatro!
que ya parece número fatal éste de nuestra fortuna.
—
¡Diego escúchame! Muchos han cambiado de bando… creen que habrá perdón y solo
miran sus intereses. Rogelio Mur y el señor de Concas fueron partidarios del
duque de Villahermosa en la guerra de Ribagorza, y también de nuestra causa,
reclutándonos tropas para el ejército del Reino, pues esos mismos, se
ofrecieron a Vargas como perros de presa. Nos andan buscando por ahí para
cortarnos la cabeza. No te engañes.
—
¡Ya lo sé…! Con Jayme andamos de aquí para allá disfrazados de tratantes. Por
los caminos se oye de todo.
—
¿Cómo visteis a la gente?
—No
encontramos trabas. Estuve en Fuentes encomendando a Diego de Foces que llevase
a mis hijos y mis criados a Cataluña, y saludé a los que me reconocieron y los
demás no dijeron nada. Después andamos por Lanaja hacia la parte de Almudévar,
Agüero y Murillo con las mulas, y cuando arreglamos cuentas con un tratante de
Ayerbe, nos vinimos. Nadie nos echó el alto en todo el camino, no vimos quien
nos buscara: ni aguaciles de los concejos, ni gentes de Vargas, ni tampoco al
Justicia de las Montañas.
—Por
lo visto al Justicia don Hierónimo le deben no sé cuántas pagas… y por eso no
se mueve de su casa.
Las
risotadas recorren el salón ante el comentario de uno de los jóvenes de Tahuste.
—Esos
bordes del concejo de Çaragoça —arguye
Martín—, esos sí que se mueven, igual que el marqués de Lombay que parece tener
muy buenas migas con ellos. Tengo noticias de que están requisando todas las
armas de la población y acusando a los labradores.
Al
mitigar el poderío del fuego, Pérez se incorpora acercándose a una esquina del tragahumos, a un codo de Martín, junto a
la pira vuelve a aflorar su vanidad y declama dándoles la cara:
—En
Flandes un juez del rey Felipe dejó escrito un silogismo: Hoeretici fraxerunt templa, boni nihil fecerunt contra; ergo debent
omnes patibulari.
—Es senténcia famosa… òbra d'un tribunal de
dotze jutges on sol dos èran espanhòles e los unics qu'avián vòt —le
contesta el viejo gobernador d’Encamp, tan docto o más que el político. (Es
sentencia famosa… obra de un tribunal de doce jueces donde solo dos eran
españoles y los únicos que tenían voto)
—Perdonad
don Antonio —interrumpe Cristóbal Frontín dándole tarto de hidalguía—, entiendo
más la lengua de estas tierras que los latines.
Dionisio Pérez de Sanjuán impide a Pérez
contestar, aprovechando la confianza alardea de luces ante el paisano:
—Dice
algo así como que los herejes destruyeron los templos y los católicos no se lo
impidieron; entonces todos deben ir al patíbulo.
Antonio Pérez palmea la espalda del
racionero dando la traducción por buena, y vuelve a dictar su magisterio a sus
discípulos, si bien su intención no sea otra que endulzar los oídos del
ministro de la madama Catalina.
—En
Flandes Guillermo de Orange era gran católico, primero fue leal al rey de
España y después rebelde contra él, y lo fue pues no aceptaba que los príncipes
gobernaran las almas de los hombres y privasen a éstos de su libertad. La
soberanía de los monarcas es restringida a las cosas carnales, el alma de un
pescador es tan libre y dueña de sí misma como la de los grandes. En mi
juventud decían que la religión del rey debe ser la del Reino, esa idea está ya
trasnochada y morirá como morirá el siglo.
—Mercés monsieur Antonio, en la cort de la
Catalina de Borbón aquestes paraulas se recebon avec los braces dubèrtes.
—d’Encamp, conmovido, dirige un gesto de respeto a Pérez— Avèm
sofèrt de tantas guèrras, assassinats e fauta de pietat, que la paix e
l'entendement d'un catolic nos sembla la glòria. Fa d'ans salvèri la vida per
fortuna, unes mals m'empediguèron viatjar en París lo jorn de San Bartolomé a
la maridatge de lo nòstre Rei avec Margarita. Cher amic… brindarai per los
vòstres paraulas. —Levanta del sillón sin parar de hablar
dirigiéndose a la mesa de las viandas— Los hugonotes sèm de seguidors de Crist, coma
vosautres, mas fasèm pas de misse,s fasèm d'assembladas, e avèm pas de curas,
avèm de pastors, ¿aqueste es pecat per morir? (Gracias
señor Antonio, en la corte de la Catalina de Borbón esas palabras se reciben
con los brazos abiertos. Hemos sufrido tantas guerras, asesinatos y falta de
piedad, que la paz y el entendimiento de un católico nos parece la gloria. Hace
años salvé la vida por fortuna, unos males me impidieron viajar a París el día
de San Bartolomé a la boda de nuestro Rey con Margarita. Querido amigo…
brindaré por vuestras palabras. Los hugonotes somos seguidores de Cristo, como
vosotros, pero no hacemos misas, hacemos asambleas, y no tenemos curas, tenemos
pastores, ¿ese es pecado para morir?)
Los
aragoneses no contestan. El viejo hugonote amorra la jarra a las copas y las
ofrece a sus invitados, agradece así las palabras de Pérez. Él es seguidor de
Calvino hace treinta años, desde que Juana de Albret proclamara la nueva
religión en el Bearne, y quiere brindar por ello. Sabe que los exiliados son hombres
profanos, que no desprenden mística ni fervor religioso, sabe que la
Inquisición les persigue, también sabe que aun en esas son fieles al Papa de
Roma, como tal vez lo sea su rey Enrique si quiere ser dueño de Paris.
Los
aragoneses no contestan porque no saben qué decir, oyeron en España que Lutero
tenía cuernos y que los alumbrados son herejes que merecen la hoguera y que su
fe consiste en derribar santos y quemar iglesias. Pérez declara que no es así,
que leer y estudiar la Biblia no es pecado, ni su interpretación, y que tampoco
lo es amparar el sacerdocio universal. Pérez defiende, levantando la copa con
d’Encamp, que los luteranos mantienen una relación personal con Dios y con las
Escrituras, también que
la justicia de Dios precede a las obras, de modo que las obras son el resultado
de la justicia, como dijo Lutero y no Aristóteles. Martín, Donlope y Mesa,
hombres viajados, ya conocían a los defensores de la predestinación, a los que
creen en la salvación por la fe. Heredia, Frontín, Ayerbe y Pérez de Sanjuán
saben, como cualquiera, de la indecencia de las bulas y los Papas, de la
contradicción entre el hijo del carpintero y la suntuosidad de los obispos, que
Roma es una gran ramera con más burdeles que Sodoma. Todos ellos son rebeldes
profanos, huidos por no callar ante la infamia, vividores de un día y de sus
consecuencias, que solo ven peleas entre curas enarbolando sus doctrinas,
vendiendo libertades al mejor postor, sin poder disimular su intransigencia.
Ganareo recuerda a su padre alabarlos como buenos lectores, mas no los quería
como clientes, pues odian los libros de caballerías y los de santos por novelar
lo sagrado.
Antonio
Pérez ama las formas, y apremia a Gil de Mesa a servir más vino para devolver
el brindis a monsieur d’Encamp. Le
costó muchas cartas postularse ante los hugonotes, tender tablas sobre charcos
y alfombras entre cardos para que el silencio destruya su pericia; por eso,
inquiere con toda su adulación:
—
¿Por dónde tendremos que atacar monsieur
Gobernador?
—Per on nos de la victoria. (Por donde nos de la victoria)
Ante
la ironía, el político sonríe, lo que no hace el soldado de los Tercios Miguel
Donlope, que solo responde exhibiendo su valía.
—Por
el Somport. Es el camino corto a Chaca
y el que más se trasiega.
—Hay
que jugar con la astucia querido amigo —conjetura Pérez—, ¿Qué pensáis que
haría Aníbal… o Julio César? Tal vez les
sorprendamos por el puerto del Palo, o por el Portalet, que tampoco lo esperan,
claro que tendría que ser en primavera. Pero me adelanto a mis cometidos, será
nuestro Maestre de Campo quien decida la estrategia y por supuesto con los
parabienes del Gobernador y la Princesa —dice ahora dirigiéndose a d’Encamp—,
que para eso es la hermana del rey de Francia.
Diego
de Heredia ignorando los galanteos de Pérez a d’Encamp, y también al resto de
compadres, apura el vino blanco y se acerca levantando la voz hacia Martín de
La Nuça:
—
¡Alto ahí…! Y esos malnacidos de Villahermosa y Aranda, ¿qué? ¿Y Lanuza y Luna? esos salvaran el cuello,
¡ya lo veréis! negociaran con Lombay y Vargas, o pedirán clemencia al Rey, o yo
qué sé… lo que haga falta harán… hasta librar su pellejo y el de sus familias,
¿y nosotros…? ¿por qué no esperamos a ver qué pasa?, y entonces asomamos las
orejas.
Antonio
Pérez no atiende a Heredia y da por concluida la asamblea. Martín de La Nuça
frunce el ceño y masculla la insensatez del amigo; cómo se le ocurre soltar
esas sandeces con el gobernador delante, piensa el montañés, le agarra del
brazo y se lo lleva hacia una esquina esperando que los otros no le hagan caso,
y si lo hacen, le den por loco.
—Con
un ejército… así estaremos a salvo… ¿No lo alcanzas? Sin un ejército vendrán a
por nosotros y nos trocearán vivos. Dejaros de engaños, hay que batirse, la
libertad necesita más sangre.
Las
turbaciones de Heredia son interrumpidas por los cónsules de la Bastida cuando
entran al salón con más viandas y ganas de charlar con el Gobernador y Pérez.
Todos se disponen a probarlas y felicitarse por la empresa que les aguarda.
Mesa se anticipa a los deseos de su señor y finaliza la función saliendo a
buscar las caballerías, el día es corto y es de más seguridad pasar la noche en
Pau. Después de un rato de jarana y de halagar a los dueños, Pérez se enjaeza
el capote y el sombrero; cuando dispone a abandonar el salón de la Casa Arrac,
repara en una esquina a Martín, Heredia y otro más, y se acerca a despedirse.
—
¿Ya estáis más calmado don Diego?
—Sí…
perdonad… es que la cabeza me da vueltas… malvivo pensando que será de mis
hijos…
—Lo
entiendo… a mí me pasa igual, ni con los años puedo controlar mis agonías —dice
el político desprendiendo empatía—.
Martín querido, en vuestras manos estamos, como Maestre de Campo tenéis
recado de una cruzada. Si andáis escaso de dineros mandar aviso y tendréis más.
Yo retorno a Pau, debo cumplir con nuestros anfitriones. Continuad reclutando
gentes por los valles, que bien conocerán los pasos y no tienen miedo ni a osos
ni a Vargas. Dadme un abrazo, y también vos don Diego, y este mozo tan galán
que os acompaña, ¿quién sois… no os conozco?
—Es
el bachiller Jayme Ganareo, que sin ser doctor ya es erudito en tantas artes
como sombras tienen los saberes del hombre —le presenta Martín.
—
¡No os sonrojéis! Aun siendo los halagos baratos no se regalan tantos —Pérez
ofrece la mano al estudiante—. Me suena ese apellido de Çaragoça.
—Mi
padre es el librero maese Joan Ganareo.
—Ya
sabía que tenía oído ese nombre, ¿y sois tan erudito como dice Martincico?
—Don
Martín es generoso en exceso. Soy un simple estudiante que curiosea en las
leyes que rigen los mundos.
—
¿Dónde habéis estudiado?
—Con
los Jesuitas en Çaragoça sobretodo la
aritmética, lo demás en los libros de mi padre.
—Puede
que seáis de los que entienden que el Universo está organizado en formas
matemáticas.
—No
puede ser de otra manera. El Cosmos es un mecanismo acompasado por leyes fijas.
Si no se conocen los órdenes del Cielo y de la Tierra es culpa de los hombres,
no de Dios. Dios tiene esas leyes en su mente y se dignará revelarlas en el
preciso instante en que los humanos abran los ojos para mirar a su alrededor.
No hay enigmas ocultos, ni sistemas inescrutables, el plan de la Creación puede
ser descubierto y explicado con fórmulas matemáticas.
Pérez
asiente ante las palabras de Jayme, percibe esos aires modernos que bullen por
las universidades, una rebelión todavía en el tintero; le complacen también sus
ademanes, su agradable semblante, su tierna lozanía.
—Tendríais
que viajar a Lovaina o a Padua, y también a Venecia, yo estuve allí en mi
mocedad, soy fruto avinagrado de aquellos años; además apreciaríais sutilezas
que no cuentan los libros —el antiguo secretario acerca su cara a la del
estudiante y entorna la voz para no ser oído un par de pasos más allá—. Aunque
Lutero decía que Lovaina, Colonia y París eran burdeles de Satanás, aborrecía a
todos los escolásticos, los tenía por asnos y bestias. Luego, tener cuidado con
quien habláis. Yo mismo valgo más por lo que callo que por lo que digo.
—Gracias
por vuestro consejo, pero para viajar hacen falta medios que no dispongo, más
me gustaría hallar trabajo que me satisfaga.
—
¿Sí…? Tenéis razón… a lo mejor la madama
Catalina… intentaré presentárosla… Ahora me viene a la mente algo que he oído
en Pau: Al parecer los Jesuitas han convencido al rey Enrique para que les ayude
a levantar un colegio en La Flèche.
—Antonio,
con permiso —Gil de Mesa les interrumpe sin remilgos—, debemos partir, o se nos
echará la noche.
—Ya
vamos Gil, ya vamos…