Copio y pego un articulo de Mario Vargas Llosa publicado en el periódico EL PAIS en octubre del 2011. Aunque lo intente mil años este blogero no conseguirá escribir un texto mejor, por ello pido el permiso de autor y editor y me tomo la libertad de colgarlo. En un próximo post, con más tiempo, buscaré las concomitancias entre Baltimore y Zaragoza, entre la política municipal y la corrupción, entre la delincuencia de corbata y el gueto, entre la policía, los jueces y la prensa, entre el paro y el derroche público, entre los agobios sociales y la simplicidad de nuestra existencia.
Los dioses
indiferentes
'The Wire' tiene la densidad, diversidad, ambición
totalizadora y sorpresas que en las buenas novelas parecen reproducir la vida
misma. No lo había visto nunca en una serie de televisión
Desde que la serie televisiva The Wire se transmitió he
leído tantos elogios sobre ella que no exagero si digo que he vivido varios
años esperando robar un tiempo al tiempo para verla. Lo he hecho, por fin, y he
gozado con los episodios de las cinco temporadas como leyendo una de esas
grandes novelas decimonónicas -las de Dickens o de Dumas- que aparecían por
capítulos en los diarios a lo largo de muchas semanas.
Lo primero que sorprende es que la televisión de Estados
Unidos -la HBO en este caso- haya producido una serial que critica a la
sociedad y a las instituciones de ese país de una manera tan feroz.
Probablemente en ningún otro hubiera sido posible; pero, esto no es novedad,
pues tanto en el cine como en la televisión norteamericanos es frecuente esa
visión destemplada y beligerante de sus políticos, empresarios, jueces,
carceleros, banqueros, militares, policías, sindicalistas, profesores,
etcétera. La diferencia es que aquellas críticas suelen ser individualizadas:
son sujetos concretos los que se corrompen y delinquen, excepciones negativas
que no afectan la esencia benigna del sistema. En The Wire ocurre al revés; es
el sistema mismo el que parece condenado sin remedio, pese a que algunos de
quienes trabajan en él sean gentes de buena entraña y hasta heroicos idealistas
como Howard Colvin.
Aunque tiene el clásico esquema de una confrontación entre
policías y delincuentes, The Wire rompe a cada paso ese maniqueísmo mostrando
que, en el mundo en que transcurre la historia -los barrios negros y miserables
de Baltimore, los colegios públicos de la periferia, las comisarías marginales,
los almacenes y muelles del puerto, la redacción del principal periódico de la
ciudad, The Sun, y las oficinas de la Municipalidad- hay buenos y malos
entreverados y que en muchos casos la bondad y la maldad coexisten en una misma
persona por momentos y según las situaciones. Lo único que queda claro, al
final, es que, en aquella sociedad, casi todos fracasan, y, los pocos que
tienen éxito, lo alcanzan porque son unos pícaros redomados o por obra del
azar.
Una obra semejante debería dejar una sensación profundamente
pesimista en el espectador, y, sin embargo, sucede todo lo contrario. Pese al
fatalismo que preside la vida de esas gentes, hay entre los policías, los
camellos vendedores de drogas, los ladrones, los matones, los periodistas, los
profesores, gentes tan entrañables como el detective borrachín y parrandero
Jimmy McNulty, o el policía convertido en maestro de escuela Roland Prez
Pryzbylewski, el tierno adicto y confidente Bubbles, o los estibadores que ven,
impotentes pero risueños, la desaparición de los astilleros que les han dado de
comer y ahora los dejarán en el paro y el hambre. Gracias a ellos, uno sale
reconciliado con la fauna humana, esa sensación de que, a pesar de que todo
anda mal, la vida vale la pena de ser vivida aunque sólo sea por aquellos
momentos de alegría que se viven disfrutando un trago en el bar de la esquina
con los compañeros, o recordando aquella noche de amor, o la emboscada que tuvo
éxito y -¡por una vez!- mandó al asesino entre rejas.
Los dos autores de The Wire, el ex periodista David Simon y
el ex policía Ed Burns, trabajaron muchos años en el mundo que describe la
serie. El primero de ellos dice que la concibieron como una novela filmada, y,
también, que la mayor influencia que ambos reconocen es la de la tragedia
griega, pues, en su historia, también la suerte de los individuos está fijada
desde antes de nacer, por "unos dioses indiferentes" contra los que
es inútil rebelarse. Algo de cierto hay en ambas afirmaciones. The Wire tiene
la densidad, la diversidad, la ambición totalizadora y las sorpresas e imponderables
que en las buenas novelas parecen reproducir la vida misma (en verdad, no es
así, pues la vida que muestran es la que inventan), algo que no he visto nunca
en una serie televisiva, a las que suele caracterizar la superficialidad y el
esquematismo. También es verdad que un destino fatídico parece regir la vida de
toda la fauna humana que la habita, algo que, justamente, da a sus esfuerzos
por escapar a ese cepo invisible que la atenaza, un carácter dramático,
patético y a veces hasta cómico.
¿Es la vida así, como la viven esos simpáticos y antipáticos
pobres diablos? En absoluto. La vida de The Wire es la vida hechizada de las
buenas ficciones, una vida amasada con pedazos de realidad que pasaron por la
memoria, la imaginación y la destreza de unos guionistas, directores, actores y
productores que se las arreglaron, por fin, para escapar de las banales series
de entretenimiento a que nos tiene acostumbrados la pequeña pantalla y
realizaron una obra auténticamente creativa: un mundo original, tan persuasivo
en su coherencia y en su transcurrir, en la psicología de sus tipos humanos y
en las peripecias de las que son autores o víctimas, en la riqueza de su jerga
barriobajera, de sus dichos, de su mitología, de su mentalidad, que parece la
pura verdad (ese es el triunfo de las grandes mentiras que son todas las buenas
ficciones).
Como cada episodio de The Wire es tan endiabladamente
entretenido, el espectador tiene la impresión de que, al igual que otras
series, ésta también es pura diversión pasajera que se agota en ella misma.
Pero no es así. La obra está llena de tesis y mensajes disueltos en la
historia, que transpiran de ella e impregnan la sensibilidad de los
televidentes sin que éstos lo adviertan. El más inequívoco es la convicción de
que la lucha contra las drogas es una empresa costosa e inútil que nunca tendrá
éxito, que sólo sirve para asegurar a la marihuana, la cocaína, el éxtasis y
toda la parafernalia de estupefacientes naturales o químicos un mercado
creciente, para causar más delincuencia y sangre en los barrios donde se
trafica y para asegurar pingües ganancias a la multitudinaria maquinaria que se
ocupa del tráfico.
La otra es todavía más inquietante: en las sociedades libres
de nuestros días, la justicia pasa cada vez menos por las instituciones encargadas
de garantizarla, como son la policía, las autoridades y los jueces, y cada vez
más por las propias mafias y por individuos solitarios que, sabedores de la
inutilidad de recurrir al sistema en busca de reparaciones o sanciones para los
abusos de que son víctimas, ejecutan la justicia por su propia mano. Uno de los
personajes más fascinantes de la serie es Omar, ladrón que roba a ladrones (y,
por eso, según el refrán, debería tener cien años de perdón) y, de una manera
más bien instintiva y casi animal, desface entuertos y castiga, infligiéndoles
su propia medicina -es decir, la muerte-, a los asesinos del barrio. Que lo
mate uno de esos niños de la barriada para los que su solo nombre es leyenda,
tiene un siniestro simbolismo: en esos niveles de aislamiento y desamparo la
civilización no llega ni llegará nunca y la única justicia a la que pueden
aspirar los infelices que allí habitan la deparan los propios delincuentes o el
azar.
The Wire no es menos pesimista en lo que se refiere a la
política ni al periodismo. Ambas parecen actividades donde la decencia, la
honradez y los principios son triturados por una maquinaria de malas
costumbres, inmoralidad o negligencia contra la que no hay amparo. El alcalde
Tommy Carcetti, antes de ser elegido, era un hombre bien intencionado y limpio,
pero, apenas llega al poder municipal, tiene que hacer los pactos y concesiones
necesarios para no perder terreno y termina tan hipócrita y cínico como su
predecesor. El jefe de redacción del The Baltimore Sun descubre que uno de sus
redactores falsea las noticias para hacerlas más atractivas y, al principio,
trata de sancionarlo. Pero los dueños del diario están encantados con el
material escandaloso y aquel, entonces, para salvar su puesto, debe inclinarse
y mirar al otro lado. Que el periodista sinvergüenza reciba, al final de la
serie, el Premio Pulitzer, lo dice todo sobre la visión amarga que The Wire
ofrece sobre el alguna vez llamado cuarto poder del Estado.
Quisiera terminar con una crítica a la visión de la sociedad
norteamericana de esta serie televisiva magistral: su existencia y el hecho de
que haya sido difundida por HBO es el desmentido más flagrante a su
desesperanza y a su sombría convicción de que no hay redención posible para
Baltimore ni para el país que cobija a esa ciudad. Que se pueda decir lo que
ella dice a los televidentes de esa manera tan eficaz y convincente es la
prueba mejor de que aquellos dioses indiferentes no son omnipotentes, que, al
igual que sus antecesores griegos, adolecen de vulnerabilidad y pueden ser a
veces derrotados por esos humanos a los que zarandean y confunden.
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