Viernes a veynte y cuatro de mayo del año del Señor de mil y quinientos y
noventa y uno.
«La Historia en sus dos requisitos: verdad en
la pluma y neutralidad en el ánimo»
Bartolomé Leonardo de Argensola
El badajo sin sentido de la vida
continúa su algarada tal trovero enamorado que no conoce la mesura. Es el
badajo de bronce de la santa campana del Xristos rex venit in pace ex maria virgine et homo factus est et benedicta
hora in qua natus est
de la Torre del relox. Es un badajo
que tañe por los hombres y espanta a palomas y a cuervos; que retorna del
oscuro mundo telúrico, hermético y primario; que mueve mano humana con ventura,
con el albur de todo lo que ocurre, con la sinrazón de los días y el rodar de
los planetas, así fuera el enigma del fin del mundo, o el azar de las chapas y
el jugador rezando: salgan caras. Un
nuevo repique metálico, otro redoble de genio efímero, esta vez en losas bien
juntadas; recuerda al afinado campanil de La Seo, y es que chapas y badajos son
de la misma esencia. Mas las monedas al aire no buscan el sermón, ni el rezo,
ni la hora cumplida; buscan ganar, solo ganar y luchan siempre contra el
álgebra necia. Cada vez que se tiran emprenden algo nuevo, olvidando lo que
antes surgió, ese es el fuero.
— ¡Dos sueldos a culos! —grita el forano.
—
¡Dos sueldos a caras! —consiente el fullero.
Giran
los latones a la par bien alto, si no hay techo mejor, que si toca las vueltas hay barajo. Las piezas caen raudas y botan y brincan, y retozan y
vuelven a girar apeonzadas; hasta besar el frío suelo.
— ¡Caras! —vocea unísono el corro.
Unos
ganan y otros pierden. Unos maldicen y otros ríen. Una noche culos, otra no.
Las chapas no tienen memoria, nunca
intuyen; lo que sale salió; mas esta monserga no la cree el pícaro y suele
comulgar de lo contrario. Sin duda
repite el error del mentecato, pues ilustres letrados ya dictaron que la suerte
y el juego es matemática; y a los días, al turno que una y otra se tiran y
retiran, se apuesten, se ofendan, se riñan, se maten, al final se aparean el
anverso al reverso. Siempre parte y parte, al cincuenta de cien o es faz o es
cruz. Si mil años durara la partida, nadie venciera, si una hora durara venciera
la fortuna, pues es diosa voluble y caprichosa como la justicia. ¿Mueve esta
contingencia la vida misma? ¿Mueve la libertad la humanidad entera?
Muchos
badajos y chapas volanderas corrían la cabeza de don Diego de Heredia
aquella mañana a veinticuatro de mayo de la funesta añada de 1591 que se
escribió con vómito, saliva y cojones. El badajo golpeaba su sien, las chapas
leían su destino. Terminaba el devenir de los días triviales, comenzó la
rebelión, la batalla y la melosa gloria; que al final se tornó puerca miseria.
No
asemejaba ese viernes que el plan divino lo jurara a la historia, no se hacía
pronóstico. Kikirikii, kikirikiii, los gallos al alba y los holladores de la
vieja Çaragoça levantaron con ellos.
Es día igual que otro para los escrupulosos pelaires, para los hortelanos de
callos en las manos, para las putas moras, y hasta para don Diego. Por la noche
aflojó el cierzo y creció el ansia de lluvia, siempre en proporción al cicatero
son de los santos por mojar los trigos del país. Mudó la corriente y desde las
tenerías llegaba su hedor; bien se notaba, no era otra cosa; pues de los
charcos pútridos ni rastro había, ni tampoco de las boñigas, que no es que no
se dejaran secar al sol, es que los menesterosos casi las pillaban al vuelo
entre las nalgas de la caballería y el polvo de la calle. ¡A pan de quince días: hambre de tres semanas!, era el maldecir de los estercoleros que de balde femaban el huerto a golpe espuerta.
Movía la añosa urbe, la Çaragoça
desaliñada con briznas en el pelo, con desazón y sudor agrio, con callizos
inmundos, con carreras terrosas, pasos de mugre, trenques olvidados, postigos
ilícitos, puyadicas angostas, plazas
bulliciosas, placillas repulidas, plazuelas desusadas, rúas sin nombre, calles
rancias, callejones mingitorios y callejas tiradas a mano alzada, tal si el mal
pulso de los siglos contrarrestara a la yunta de ternero y novilla que surcó el
cardo y el decumano. Mueve el pueblo, y aunque el sofoco amenace en mayo, no
parece atañer a los capazos mañaneros
de los caesaragustanos; ni tan
siquiera el insistente desvelo agrario por el tiempo, ni el miedo sustancial
por el futuro puede superar la ansiedad por la suerte del hombre que vaga por
las bocas de todos, como si fuera el hijo de Apolo, el dios protector del
sobrino nieto de César, como si lo hubiera concebido la mismísima Virgen María
cuando se apareció a Santiago en un pilar, como si el rey Alfonso lo liberara
de los moros jugándose la vida; todo giraba alrededor del hombre, del político.
No era un día cualquiera para Antonio Pérez y él lo sabía; las chapas corrían
su suerte, el badajo tentaba su destino.
En
San Pablo los labradores se quitan las legañas camino a la Almozara, entre los claroscuros de las casas de adoba
y tapial, al amparo del gancho y de la Conversión del Apóstol; guarnecidos
contra el mal de garganta, que San Blas no es patrón de balde. Por Predicadores
en silencio hasta escuchar maitines en Santo Domingo; buscando la Puerta de
Sancho o atajar por el postigo en la muralla para salir antes al Ebro. El sol a
la espalda y la azada al hombro, que ese dicho de Çaragoça la harta, Valencia la bella, Barçelona la rica, viene de
doblar la riñonada, de entrecavar los ajos y limpiar bien la borraja; sin
olvidar la merced de cuatro ríos. A lo lejos un rebuzno de hambre, el ladrido
de un perro extraño, el chasquido del herraje en las piedras, el grito de la
madre al hijo remolón, el ruido de las tripas pidiendo desayuno, el canturreo
del hortelano. Entre ellos va Jayme Christóbal, amigo de don Diego.
—
¡A mucha honra…! —repite
el repulido.
Pero ni tan gentil aliado le quita el
madrugón. Trabajo, agua y estiércol, es la vida. Gentes de bien, de lealtad en
lo que creen y defensa de lo que aman, que saben poco de fueros y leyes, y
menos quisieran saber de reyes o estados.
No entienden latín, mas nadie confunda con pecar de ignorancia; saben de
libertades y lucharan por mantenerlas.
Cuando
las golondrinas pululan los tejados entre zarrivueltas
imposibles y gorjeos armoniosos, el día ya solea. Los pelaires despiertan. Pedro de
Fuertes levanta del camastro, se viste circunspecto, baja la escalera, orina en
el corral, esquiva los banastos, sube a la cocina, rebusca en un puchero,
descubre algo de adobo, come con fruición. La casa esta anegada de lana de
merino recién esquilada, recién traída del batán, limpia y lista. Comienza el trajín de la rutina, es la hora y
llaman a la puerta, viene la mano de obra. Los hombres en el madero varean, las
mujeres todo lo demás. Un puñado de lana y con paciencia escarmenar; separando
las hebras, limpiando alguna porquería. Unos copos en las cardas y suavemente
quitar los enredones, dicen las viejas que mejor con púas aguzadas. Peinar con
dulzura el pelo de oveja que después será camisa o saya. Las ruecas y
devanaderas comienzan a girar a toda prisa, que se cobra al peso, y de repente
el pelaire Pedro grita:
—
¡Dieciocho onzas de hilo por libra de lana, ni una más ni una menos!
En
la parroquia de San Miguel de los Navarros también bulle el día. Es el taller
del maestro impresor Juan de Alteraque donde se abre la puerta. Es la antigua
casa de Pedro Bernuz, de reputada fama por sí mismo, aunque mucha de ella
heredara del gran Jorge Coci. Es la calle de la Imprenta , por lo mismo; y
eso que en Çaragoça abundan; que
alemanes y flamencos colonizaron las riberas del Ebro con Sénecas, Aristóteles
y Platones bajo el brazo. Aquí
amanecen tarde, el trabajo fino precisa buena luz. Con una prensa nueva y otra
andada, un oficial cursado y otro novato, tres cajistas, cuatro mancebos, dos
mozos y para corregir: el amo. Todos con las uñas negras de tinta y plomo,
sabiendo que esa perpetua macula unge a los hombres que producen el saber de
los libros, y allí comulgan los sabios, abrevan los juristas y reposa la
libertad.
En
el tuétano de la metrópoli, a medio camino de Santa María la Mayor y San
Salvador, está el reputado barrio de la Cuchillería, y en uno de sus callizos,
el de Mercafaba, junto a puestos de alubias, almortas, boliches, guijas y
judías; los que saben leer, leen un cartel que dice: AQUI SE BENDEN LIBROS
—Ya
toca feriar algo —balbucea para sí el mercader escudriñando desde un ventano el
trasiego mañanero. Marcha a la puerta y empuja la falleba tirando a su vez de
la hoja que rechina como un gato en su postrer quejido.
Corren
tiempos de inquietud, nada buenos para la lectura y menos para la bolsa. Joan
Ganareo decreta de un vistazo el comienzo de la jornada. La pareja de
aprendices dispone la bala de pliegos y empiezan a ligar. Tres dineros por día
que cobraran al fin de la semana; comida y cama, a las cinco arriba, de las
doce a la una: la pitanza, y a las siete: fiesta. El hijo, aunque estudiante,
ayuda en casa, que su letra es de valía y los buenos clientes gustan de ella.
Sobrepasa el oficio la mera atadura de hojas, pues el arte del calígrafo no
murió con los amanuenses, la imprenta no remató la pluma. En la botiga se
comercia con libros propios o extraños, usados, manuscritos, se venden estampas
enmarcadas, papel en blanco, papel guarnecido y letrillas impresas, algunas no
muy del agrado del Santo Oficio; al parecer gustan más de la novela
caballeresca, que es la pasión del vulgo; o por los almanaques, lunarios y
pronósticos, como los del célebre Vitorián Zaragozano.
De
improviso alguien grita en la entrada del tabanque:
—
¡Maestre Joan, maestre Joan, dicen que se llevan a Antonio
Pérez!