Capítulo I
Viernes a veynte y cuatro de mayo del año del Señor de mil y
quinientos y
noventa y uno.
«La Historia en sus dos requisitos: verdad en
la pluma y
neutralidad en el ánimo»
Bartolomé Leonardo de Argensola
El badajo sin sentido de la vida continúa su algarada tal trovero enamorado que no conoce la mesura. Es el badajo de bronce de la santa campana del Xristos rex venit in pace ex maria virgine et homo factus est et benedicta hora in qua natus est de la Torre del relox. Es un badajo que tañe por los hombres y espanta a palomas y a cuervos; que retorna del oscuro mundo telúrico, hermético y primario; que mueve mano humana con ventura, con el albur de todo lo que ocurre, con la sinrazón de los días y el rodar de los planetas, así fuera el enigma del fin del mundo, o el azar de las chapas y el jugador rezando: salgan caras. Un nuevo repique metálico, otro redoble de genio efímero, esta vez en losas bien juntadas; recuerda al afinado campanil de La Seo, y es que chapas y badajos son de la misma esencia. Mas las monedas al aire no buscan el sermón, ni el rezo, ni la hora cumplida; buscan ganar, solo ganar y luchan siempre contra el álgebra necia. Cada vez que se tiran emprenden algo nuevo, olvidando lo que antes surgió, ese es el fuero.
— ¡Dos sueldos a culos! —grita el forano.
— ¡Dos sueldos a caras! —consiente el fullero.
Giran los latones a la par bien alto, si no hay techo mejor, que si toca las vueltas hay barajo. Las piezas caen raudas y botan y brincan, y retozan y vuelven a girar apeonzadas; hasta besar el frío suelo.
— ¡Caras! —vocea unísono el corro.
Unos ganan y otros pierden. Unos maldicen y otros ríen. Una noche culos, otra no. Las chapas no tienen memoria, nunca intuyen; lo que sale salió; mas esta monserga no la cree el pícaro y suele comulgar de lo contrario. Sin duda repite el error del mentecato, pues ilustres letrados ya dictaron que la suerte y el juego es matemática; y a los días, al turno que una y otra se tiran y retiran, se apuesten, se ofendan, se riñan, se maten, al final se aparean el anverso al reverso. Siempre parte y parte, al cincuenta de cien o es faz o es cruz. Si mil años durara la partida, nadie venciera, si una hora durara venciera la fortuna, pues es diosa voluble y caprichosa como la justicia. ¿Mueve esta contingencia la vida misma? ¿Mueve la libertad la humanidad entera?
Muchos badajos y chapas volanderas corrían la cabeza de don Diego de Heredia aquella mañana a veinticuatro de mayo de la funesta añada de 1591 que se escribió con vómito, saliva y cojones. El badajo golpeaba su sien, las chapas leían su destino. Terminaba el devenir de los días triviales, comenzó la rebelión, la batalla y la melosa gloria; que al final se tornó puerca miseria.
No asemejaba ese viernes que el plan divino lo jurara a la historia, no se hacía pronóstico. Kikirikii, kikirikiii, los gallos al alba y los holladores de la vieja Çaragoça levantaron con ellos. Es día igual que otro para los escrupulosos pelaires, para los hortelanos de callos en las manos, para las putas moras, y hasta para don Diego. Por la noche aflojó el cierzo y creció el ansia de lluvia, siempre en proporción al cicatero son de los santos por mojar los trigos del país. Mudó la corriente y desde las tenerías llegaba su hedor; bien se notaba, no era otra cosa; pues de los charcos pútridos ni rastro había, ni tampoco de las boñigas, que no es que no se dejaran secar al sol, es que los menesterosos casi las pillaban al vuelo entre las nalgas de la caballería y el polvo de la calle. ¡A pan de quince días: hambre de tres semanas!, era el maldecir de los estercoleros que de balde femaban el huerto a golpe espuerta. Movía la añosa urbe, la Çaragoça desaliñada con briznas en el pelo, con desazón y sudor agrio, con callizos inmundos, con carreras terrosas, pasos de mugre, trenques olvidados, postigos ilícitos, puyadicas angostas, plazas bulliciosas, placillas repulidas, plazuelas desusadas, rúas sin nombre, calles rancias, callejones mingitorios y callejas tiradas a mano alzada, tal si el mal pulso de los siglos contrarrestara a la yunta de ternero y novilla que surcó el cardo y el decumano. Mueve el pueblo, y aunque el sofoco amenace en mayo, no parece atañer a los capazos mañaneros de los caesaragustanos; ni tan siquiera el insistente desvelo agrario por el tiempo, ni el miedo sustancial por el futuro puede superar la ansiedad por la suerte del hombre que vaga por las bocas de todos, como si fuera el hijo de Apolo, el dios protector del sobrino nieto de César, como si lo hubiera concebido la mismísima Virgen María cuando se apareció a Santiago en un pilar, como si el rey Alfonso lo liberara de los moros jugándose la vida; todo giraba alrededor del hombre, del político. No era un día cualquiera para Antonio Pérez y él lo sabía; las chapas corrían su suerte, el badajo tentaba su destino.
En San Pablo los labradores se quitan las legañas camino a la Almozara, entre los claroscuros de las casas de adoba y tapial, al amparo del gancho y de la Conversión del Apóstol; guarnecidos contra el mal de garganta, que San Blas no es patrón de balde. Por Predicadores en silencio hasta escuchar maitines en Santo Domingo; buscando la Puerta de Sancho o atajar por el postigo en la muralla para salir antes al Ebro. El sol a la espalda y la azada al hombro, que ese dicho de Çaragoça la harta, Valencia la bella, Barçelona la rica, viene de doblar la riñonada, de entrecavar los ajos y limpiar bien la borraja; sin olvidar la merced de cuatro ríos. A lo lejos un rebuzno de hambre, el ladrido de un perro extraño, el chasquido del herraje en las piedras, el grito de la madre al hijo remolón, el ruido de las tripas pidiendo desayuno, el canturreo del hortelano. Entre ellos va Jayme Christóbal, amigo de don Diego.
— ¡A mucha honra…! —repite el repulido.
Pero ni tan gentil aliado le quita el madrugón. Trabajo, agua y estiércol, es la vida. Gentes de bien, de lealtad en lo que creen y defensa de lo que aman, que saben poco de fueros y leyes, y menos quisieran saber de reyes o estados. No entienden latín, mas nadie confunda con pecar de ignorancia; saben de libertades y lucharan por mantenerlas.
Cuando las golondrinas pululan los tejados entre zarrivueltas imposibles y gorjeos armoniosos, el día ya solea. Los pelaires despiertan. Pedro de Fuertes levanta del camastro, se viste circunspecto, baja la escalera, orina en el corral, esquiva los banastos, sube a la cocina, rebusca en un puchero, descubre algo de adobo, come con fruición. La casa esta anegada de lana de merino recién esquilada, recién traída del batán, limpia y lista. Comienza el trajín de la rutina, es la hora y llaman a la puerta, viene la mano de obra. Los hombres en el madero varean, las mujeres todo lo demás. Un puñado de lana y con paciencia escarmenar; separando las hebras, limpiando alguna porquería. Unos copos en las cardas y suavemente quitar los enredones, dicen las viejas que mejor con púas aguzadas. Peinar con dulzura el pelo de oveja que después será camisa o saya. Las ruecas y devanaderas comienzan a girar a toda prisa, que se cobra al peso, y de repente el pelaire Pedro grita:
— ¡Dieciocho onzas de hilo por libra de lana, ni una más ni una menos!
En la parroquia de San Miguel de los Navarros también bulle el día. Es el taller del maestro impresor Juan de Alteraque donde se abre la puerta. Es la antigua casa de Pedro Bernuz, de reputada fama por sí mismo, aunque mucha de ella heredara del gran Jorge Coci. Es la calle de la Imprenta, por lo mismo; y eso que en Çaragoça abundan; que alemanes y flamencos colonizaron las riberas del Ebro con Sénecas, Aristóteles y Platones bajo el brazo. Aquí amanecen tarde, el trabajo fino precisa buena luz. Con una prensa nueva y otra andada, un oficial cursado y otro novato, tres cajistas, cuatro mancebos, dos mozos y para corregir: el amo. Todos con las uñas negras de tinta y plomo, sabiendo que esa perpetua macula unge a los hombres que producen el saber de los libros, y allí comulgan los sabios, abrevan los juristas y reposa la libertad.
En el tuétano de la metrópoli, a medio camino de Santa María la Mayor y San Salvador, está el reputado barrio de la Cuchillería, y en uno de sus callizos, el de Mercafaba, junto a puestos de alubias, almortas, boliches, guijas y judías; los que saben leer, leen un cartel que dice: AQUI SE BENDEN LIBROS
—Ya toca feriar algo —balbucea para sí el mercader escudriñando desde un ventano el trasiego mañanero. Marcha a la puerta y empuja la falleba tirando a su vez de la hoja que rechina como un gato en su postrer quejido.
Corren tiempos de inquietud, nada buenos para la lectura y menos para la bolsa. Joan Ganareo decreta de un vistazo el comienzo de la jornada. La pareja de aprendices dispone la bala de pliegos y empiezan a ligar. Tres dineros por día que cobraran al fin de la semana; comida y cama, a las cinco arriba, de las doce a la una: la pitanza, y a las siete: fiesta. El hijo, aunque estudiante, ayuda en casa, que su letra es de valía y los buenos clientes gustan de ella. Sobrepasa el oficio la mera atadura de hojas, pues el arte del calígrafo no murió con los amanuenses, la imprenta no remató la pluma. En la botiga se comercia con libros propios o extraños, usados, manuscritos, se venden estampas enmarcadas, papel en blanco, papel guarnecido y letrillas impresas, algunas no muy del agrado del Santo Oficio; al parecer gustan más de la novela caballeresca, que es la pasión del vulgo; o por los almanaques, lunarios y pronósticos, como los del célebre Vitorián Zaragozano.
De improviso alguien grita en la entrada del tabanque:
— ¡Maestre Joan, maestre Joan, dicen que se llevan a Antonio Pérez!
El rumor inunda las calles, es un río pendenciero con bravatas de mozo imberbe. No hay quien lo pare, su ruido sordo y frío alcanza hasta los últimos moradores de Çaragoça. Ni los borrachos ni los necios toman a guasa el cuchicheo, es una crecida que esperaban y sin embargo a todos les sorprende. Se provocó al poder y éste contestó. La amenaza no era vacua, hasta los críos sabían la respuesta: el Rey y la Inquisición jamás perdonan. En casa de don Diego Fernández de Heredia y Gadea, conocido por don Diego de Heredia a secas, el rumor se tornó ventolera, levantó de la cama al señor y avivó el color y la inquietud a la señora, que es de mañanas duras de espabilar en cuerpo y alma. Ella solo duerme bien al mover el día, no concilia el sueño, y la culpa sabe que descansa a su lado. Tanta conseja, tanto secretismo, tanto confabular y tanta farra que se lleva el marido; y lo que a saber hará por esos mesones de tres al cuarto hasta las tantas. Con querellas a diestro y siniestro, con su hermanastro, con la justicia, con los nobles, con Lucifer o con el sursum corda. Doña Isabel Ximénez de Embún y Sessé casó con hombre tronera, pendenciero y descarado, y erró, piensa a menudo. De sobrada casta y escasa fortuna, perdido siempre por la lengua, buscabullas y encantador en un tiempo. Cayó en la tentación, no pudo o no quiso resistir. La venció la pasión, la sedujo, la calentó por dentro y por fuera, inconsciente del badajo que colgaba tan cerca.
Antón en el patio confirma el suceso. El sudor le cae a chorretones, y con permiso y resuello toma asiento. Don Diego echa mano a la cántara y se la ofrece para que beba con codicia, con ansia, como si le faltara; hasta que se atraganta y comienza a toser en presencia de doña Isabel y de su confesor.
— ¡Tugg-tug…! ¡Te-tenían dos co-tugg-coches…! ¡Tugg-tug…! ¡Per-perdonen se-tug-ñorías…! —balbucea el criado de Antonio Pérez.
—Calma mozo, que el entuerto no se ha de resolver de un trago —le consuela don Diego mientras se mesa el espigado bigote en un acto reflejo que le estimula el juicio.
Los hombres del rey Felipe movieron pieza buscando el jaque. Heredia lo sabe, y sin prisas espera que Antón de Añón cuente lo ocurrido, él es uno de los mancebos al servicio del político, con recado de acechar los alrededores de la cárcel de Manifestados.
—Tenían dos coches al lado de la Puerta de Toledo. Yo trajinaba por allí haciendo el despiste entre los puestos que montaban. ¡Le juro que no parecían del Santo Oficio!, y de repente los arriman al portón de la cárcel, y de ella sale gente armada y Mayorini atado de manos, y a toda prisa lo meten de cabeza en el primer coche. Como estaba cerca reculé esperando si movían los caballos y es entonces cuando vi asomar la cabeza del amo entre alabardas, chuzos y arcabuces; casi ni tiempo tuvo de gritar un “¡Avisa a don Diego!” cuando lo empujaban al coche de atrás. Así que, como era tan temprano y andaba poca gente y los que andaban no eran de fiar, me puse a seguir a los carruajes, por si estos desalmados hacían faena que no tuviera ya remedio, mas enseguida cogieron la calle de los Predicadores y a toda prisa la Puerta Sancho hacia el castillo de la Aljafería. Fue entonces cuando di vuelta y de corrida vine a daros la nueva.
—Hijo, bien hecho —saluda mosén Pedro, partidario de la casa y sacerdote de la señora en Bárboles.
—Al tornar ya encontré revuelo en la puerta de Toledo, todo eran chismes. Incluso me preguntó alguna verdulera y otros mancebos que sirven a aliados vuestros. Se esmeraron poco en disimular el traslado —completa satisfecho el joven criado.
Sin inmutar el rostro don Diego sube las escaleras y en instantes baja cargando un par de arcabuces cortos, el estoque y los arneses colgando en desorden. Los echa en la mesa sin chistar y se pone a montar los doce apóstoles. Mosén Pedro saca de una alacena un polvorín y los chisqueros de un cajón.
—Ya no es hora de rumiar, es hora de tomar laudos. ¡Ese felón!, ¡ese hijo de la puta y del boque…! —grita Heredia perdiendo la calma, cabreado e impotente por la traición que se veía venir—. ¡Ha sobornado a la Corte del Justicia, el malnacido!
Doña Isabel se acerca a su marido y por lo bajo le reclama:
—Sé que da lo mismo lo que os pida, pero por vuestros hijos que tengáis cuidado, que las gentes del Santo Oficio no andan con melindres.
— ¡Lo que tenga que ser será!, —alza la voz el caballero asentándose un sombrero de ala ancha—. No es hora de tembleques, que este callejón no tiene ya salida.
—Era cuestión de tiempo —reafirma el clérigo dirigiéndose a la señora.
— ¡Miguelicoo!, —manda Heredia a su criado—. Vete a buscar a don Martín de una corrida al mesón de Lucas de Andosilla, a ver si aún anda por allí, y dile que vaya a las Casas del Reino.
Don Diego y mosén Pedro salen con parsimonia a la calle, y sin pensarlo dos veces levantan las armas y gritan al unísono:
— ¡Contrafuero…! ¡Viva la libertad…! ¡Contrafuero! ¡Viva la libertad! ¡AYUDA A LA LIBERTAD!
A don Martín de La Nuça le alcanzó la ola del rumor cuando le servían torreznos asados y unas tajadas de hígado frito en el mesón; al pronto se le fue la gana, mas la nueva no pudo con la sed, pues se apalancó el cariñena sin dudarlo, pidió papel al mesonero y ovilló con él los cachos de tocino para guardar en el talego. A buen paso marcha a ver si la fábula es cierta. En la Puerta de Toledo el gentío se amontona, y entre tanto curioso pronto distingue a Pedro de Bolea e Ibándo Coscón. Sin mediar saludo les espeta:
— ¿Es segura la nueva?
—No hay duda Martín, venció la infamia y el desafuero —asevera el joven Coscón con tono resignado.
Entre el bullicio del mercado, los efluvios con moscas de las carnicerías y la roña del personal, los congregados buscan el resguardo del vetusto muro romano, es entonces cuando advierten que se acerca Manuel Donlope junto con los hombres de Pérez: Gil de Mesa y Pedro Gil González.
—Salieron con la suya —vocea Donlope uniéndose al corro—, venimos de inquirir al alcaide, ¡y le costó cantar!; dice que el mandato es de la Corte del Justicia y que entregó los presos al verguero como es costumbre, y éste a Alonso de Herrera, el alguacil del Santo Oficio; y de propina se atrevió a espetarnos que el litigio es capítulo de ellos y no de nuestros fueros, y que la orden también venía firmada por el Justicia Mayor.
—Nada, aquí no hay que hacer. Lo que parecía mentira es ya verdad. Habrá que saber que arguye el fallo, y en que basan la sentencia, así podremos recurrirla de alguna manera —dice el juicioso Pedro de Bolea porfiando a favor de la ley—. Vayamos a la Aljafería a pedir explicación.
La moción lleva controversia, no todos comulgan de la misma hostia, la amistad, el interés o el servicio a Pérez confunde el dictamen sobre el quehacer y el cómo y el cuándo. En plena discusión alguien agarra por detrás el brazo de Martín, y éste sin pensarlo gira dispuesto a propinar un manotazo, pero entonces reconoce el rostro de un mancebo escuálido de casa de don Diego.
—Señores, por fin les encuentro. Don Diego dice que vayan a las Casas del Reino.
—Mejor será. Que en el Consistorio encontraremos al romancero que hurgó este plan. Ya veréis como recita el viejo bufón —resuelve tajante Martín.
El corro deja la algarabía de vendedores y clientes. A la diestra abandonan el torreón de la muralla que se convirtió en cárcel de Manifestados y a su izquierda el de la cárcel del Rey. Dejan las imponentes puertas de hierro y su arco de herradura por donde pasan las procesiones y las comitivas reales, cogen la subida de San Antón, callejeando y buscando holgura hasta la plaza de Santa María la Mayor, el lugar del pilar de la Virgen, y así salen a las Casas del Reino o del puent, que también llama el vulgo. Antes de llegar, en la esquina con el callizo de Mercafaba topan con don Diego, se acompaña por gente del barrio, entre ellos Joan Ganareo y también el impresor Juan de Alteraque.
—Dichosos los ojos que os ven, señores; que hoy es día de tener buena vista, genio cuerdo y cojones ardientes —saluda don Diego a los llegados, indicándoles el callizo como refugio de miradas indiscretas.
—Veo que además de dicha y vista, vos cargáis con pólvora y plomo —bromea don Martín.
—Las armas débanse usar como último remedio, cuando otras encomiendas no basten, dijo un sabio… pero nunca están de más, que esta guisa impone cordura a los bellacos —cita Heredia sonriendo y mostrando el pedreñal en bandolera—. Y es teorema de mucho peso contra el abuso y el egoísmo.
—Maquiavelo no os abandona ni en el fragor de la batalla —apostilla entonces don Pedro de Bolea.
—Esto es cosa del amigo Ganareo —contesta Heredia mirando al librero—, que me sirve refinados platos de inteligencia. Pero basta de palique, que don Nicolás nos diría que no somos leones, y que es mejor ser zorros para sacar a Pérez de la cárcel del Santo Oficio.
Senatus Populus-Que Romanus en una calleja con sabor a garbanzos. El conciliábulo errante llena la olla de entusiasmo y fanfarronería. Se discute la receta, el aderezo, la especia y el pizco de sal. Son los elegidos por el badajo para tocar a muertos, son los jugadores de ventaja, los tahúres del tablaje, los que tienen mano con las chapas. Se aliña un pulso al Rey, por en medio su peón el marqués de Almenara, y el tribunal de la Santa Hermandad como juez y parte de la voluntad de los asesinos de la república.
—Hay que estar tiesos, que se note nuestra certeza, que sienta el bermejo el aliento de la guadaña en la nuca —dice don Martín reafirmando el pacto por la boca de todos—. Está claro que es otro de los partidarios del tirano, de los que olvidaron la conciencia y lo que juraron con su cargo. Bien saben ellos lo que han hecho, que de ignorancia no pecan. Mejor será que no me dejéis charrar con el Justicia, que no hace honor a su sangre, y no sé si podré contenerme. Y sin faltar el respeto a don Diego, y si les place a vuestras mercedes, convendría que platique don Pedro, que es de mejor templanza y sosiego, y que sabrá hacer apología de nuestra libertad.
Acabo la liturgia y levantaron las cartas, salen “los de la libertad” soportando la espesura por la causa; es poco callizo para tanta gente, que por menos roce la armaron otras veces. Buscan sitio para olvidar el olor a sobaco, ensanchar los pulmones y tomar aire; pues no saben si volverán a respirar con semejante gusto. La parva decidida dirige la marcha a la Diputación, unas docenas de pasos y ocupan la calle de la Cuchillería hasta plantarse en su puerta bajo el rafe. Es lugar donde los romanos hicieron foro y siglos después persiste como centro vital de la urbe y del país entero. Hoy se impone la mixtura política, jurídica, de riqueza, de poder, de burocracia y hasta de religión. Son las Casas del Reino, con toda la
solemnidad y pompa que pueden, pues fue en tiempos de un rey de gusto refinado: el Magnánimo, cuando la voluntad de las Cortes, y no otra, levantó su sede en réjola y aljez. Ya han pasado muchos inviernos y muchas siegas desde entonces y la obra viste galana y fuerte, como tiene que ser, con los ladrillos más duros que piedras; que Vitruvio estuvo en el negocio, aunque fue de más enjundia el impuesto de Generalidades.
En la puerta principal, frente a la Lonja de mercaderes, se detiene don Diego y mira con el rabillo del ojo a don Martín, y a su vez a los otros conjurados que por un instante callan, parecen impelidos por el halo que recorre la fachada, por una labra heráldica que no es mero adorno. Allí destaca un gablete con la Señal Real de Aragón, aunque el cierzo borrara los gules a los palos; también les acallan los blasones y descubren pegasos como puntales de barras timbradas con yelmo y corona. Entonces son conscientes de que van a declarar la guerra a su Rey; y es que el dintel evoca al caballo alado y al hombre que lo domó: Belerofontes; algunos conocen la leyenda y enmudecen al recordar el fin de la Quimera, ese monstruo que vomitaba fuego y derretía con su aliento las flechas de plomo, y que aun con todo no evitó que Belerofontes a lomos de Pegaso, clavara sus saetas dentro de su boca y el metal deslizara por su garganta hasta abrasarlo; tan grandiosa victoria le hizo héroe y creció su ambición por convertirse en dios, y es cuando Zeus, hastío de tamaña osadía, envía un pueril mosquito a picar la grupa del caballo alado, y al hacerlo suelta un par de coces arrojando a su jinete a una segura muerte en el abismo.
El portalón cierra a cal y canto, imperturbable ante los golpes propinados por Gil de Mesa y las blasfemias de los mozos que se suman al ligallo como las penas a los desgraciados.
— ¡Abre la puerta viejo bermejo!, ¡que sabemos que estas en el cado! —grita desaforado el estudiante Pedro Gil González.
El coro va tomando cuerpo, ya no son un puñado de alumbrados caballeros que no acatan la guisa impuesta, ya son las gentes de Çaragoça que plantan cara; cereros, xiferos, albañiles, açacanes, caldereros, zurradores, chapineros, labradores, dueñas, gandules, críos, tarambanas, barbilampiños, sesentones, tullidos, y sabe Dios quien más; toda una fritanga de deseos, exigencias, codicias, y esperanzas que brotan por si solas.
El portón abre ante semejante alboroto y entran con los aires que entró Pedro por Osca. Los guardias enmudecen y retranquean, se ven venir demasiadas arrobas de ímpetu y de razón. Los caballeros son dueños del pasillo, largo como un día sin pan, bajo un techo enladrillado caminan dejando a un lado puertas y más puertas hasta alcanzar la escalera de piedra, y suben por ella con don Diego de guía y diciéndoles:
—Por aquí señores que estamos en casa grande, y es nuestra… y de todos.
Nadie les echa el alto, sobrepasan el salón de la Claustra Susana y el de San Jorge, y llegan a la puerta de la Cambra del Cantón donde espera impertérrito el hombre que después del rey es el mayor poder del reino: don Juan de Lanuza, el quinto de su nombre, el Justicia Mayor.
—Pasen vuestras mercedes —dice educadamente.
El Viejo se acompaña de los lugartenientes y de los juristas de la Corte, y también por sus hijos: Juan y Pedro.
—Tomen asiento señores, aunque hay poco banco para tanto personal. Los demás quédense al fondo que no creo que la vista se alargue en demasía.
—Tampoco yo lo creo —afirma Pedro de Bolea—, pues no venimos de cortesía. A pesar de ello he de agradeceos que hayáis tenido a bien recibirnos; y con el debido respeto a vuestra señoría, os diré que tenemos noticia de lo acontecido en la cárcel de Manifestados, y habéis de saber que el reino está alterado por los contrafueros cometidos.
—Sosiéguense —interrumpe el doctor Chález, uno de los lugartenientes del Justicia, con gesto de enojo—, la entrega se ha hecho conforme a ley y con letras de los inquisidores en las cuales reclamaban los presos por cosas tocantes a la fe.
—Sosegados estamos, que la razón nos serena, y más conociendo lo que dicen nuestros fueros; lo que nos altera es que no los cumplan los que tenían más obligación de guardar las libertades.
— ¡Todo se hizo según fuero!, —asegura el Justicia levantando la voz— que reclamándolos de esta manera no se podía menos que entregarlos al momento, como se hizo siempre. Sabed que advertían con pena de excomunión y multa de tres mil ducados. No había pues razón para oponerse al Santo Oficio, ni para revocar lo mandado.
—No lo creo así. Adulteráis lo ocurrido. Haber entregado los presos a los inquisidores hallándose manifestados, es tirar a un pozo la justicia de nuestros padres, y vos bien lo sabéis. ¡Es matar nuestra libertad!, —clama Bolea entre aplausos y vítores de los que están en pie.
—Andar con ojo lo que decís, al Justicia no se le tacha de falsario, salvo que se quiera catar su aguante, y sabed que tengo el justo. Si decís que obramos contra Antonio Pérez de mala fe: ¡Mentís!, si me acusáis de desleal con él, u os engañáis, o sois vosotros los adúlteros, que de todos es conocido que es tan amigo mío como vuestro, y que le visité varias veces cuando estaba preso en su casa de Madrid… Advierto, Bolea, que vuestro criterio de la justicia se nubló, y también de lo que es verdad o mentira… No suena muy cuerdo vuestro discurso, no sé si os ciega la pasión, el odio o la ignorancia. Que las cosas no siempre son como nos gustaría que fueran, y se ven mejor o peor según la luz, o la distancia, o la sensatez, o la arrogancia; y lo que necesita el reino es calma y disciplina. Si continúa la obcecación, vuestros actos nos conducirán a la desgracia y la ruina. ¡Pardiez!, ¿queréis volver a la cordura? Sabed que muchos hombres sabios se vieron en el mismo dilema, o en dilemas mayores, y recularon con soltura. Que la verdad del pensamiento, muchas veces, no es igual a la verdad de los hechos; y que solo separa la verdad de la mentira la raya de un palo —gradualmente Lanuza baja el tono del discurso, y pasa de la bronca al consejo amigable—. Ya sé que se traga mal la duda, pero, créanme vuestras mercedes lo que os digo: Que obramos con mesura y derecho y que, la más de las veces, las mismas palabras y el arte de la retórica confunden todo. Tal vez conocéis lo que una vez dijo un cretense: ¡Todos los cretenses son unos mentirosos! Mirar si es verdad.
Con ese arcano termina don Juan su sermón, y los ocupantes parecen sopesarlo en silencio y asombro. Al momento la elipsis trasmuta otra vez en bulla atronadora.
— ¡Dejadnos de acertijos y excusas de mal pagador!, —grita sin contenerse Heredia—, que, si no se remedia lo ocurrido, han de tener vuestras mercedes por seguro que el reino se pierde.
— ¡Si ese es vuestro sentir no sois más que unos judas…! y os ponéis de parte de los enemigos del Rey, de vuestro Rey. Lo que se hizo bien hecho está.
No da su brazo a torcer el Viejo, no suelta prenda en el juego. Comprometido tiene el honor en el cargo y su lealtad al rey, también los favores debidos; y todo por las cábalas de unos rancios legalistas.