Ante el individualismo, la inestabilidad de las relaciones humanas, la debacle del sentido del deber y el avance del populismo y el nacionalismo, se han ido degradando el disenso y el pluralismo político, tan necesarios para la salud de la democracia.
Por Maite Pagazaurtundúa (29-03-2024)
El disenso y el pluralismo político
son el motor de la democracia. En mi caso lo aprendí abriendo los ojos en los años
ochenta en una comunidad muy intoxicada. Mi pueblo era uno de los buques
insignia de los fanáticos terroristas. En aquel País Vasco, en la época
analógica, el pensamiento identitario sesgado y excluyente era capaz de
infectar todo el espacio social. Se detectaba todo: las palabras que se podían
o no utilizar, la ropa, los gustos estéticos, la música… Los códigos eran
estrictos según aquella teología política. El trabajo de control social, de
autocensura y de potencial cancelación era máximo y, obviamente, el
pluralismo político estaba muy dañado.
Cuarenta años después, desde el Parlamento Europeo he visto cómo se degrada la materialización del disenso y del pluralismo político en esta era digital.
Cada uno de nosotros lleva un dispositivo llamado inteligente y a través de él tenemos acceso, entre otras, a ideas tóxicas que degradan el pensamiento democrático. El modelo de negocio de las redes sociales incluye la fidelización —o la adicción— y los algoritmos pueden trabajar, y trabajan, nuestros sesgos. Como consecuencia, las microidentidades y las microcomunidades se vuelven densas y otorgan una sensación de enorme seguridad —y una cárcel mental— degradando la democracia desde abajo, desde cada una de nuestras mentes.
No hacen falta armas para derruir la democracia, aunque tampoco nos faltan identidades asesinas en nuestro tiempo. Los terrorismos mutan y se adaptan al supermercado de esas microidentidades sectarias.
Por eso cada ciudadano se ha
convertido en un pilar de la Unión Europea y de su democracia. Por eso mismo
los poderes públicos tienen que reforzar la ciudadanía, porque las
instituciones no lo pueden todo y porque tampoco pueden aplicar la censura de lo
no ilegal y seguir siendo poderes democráticos. Nos guste o no —no nos gusta—
los ciudadanos vamos a tener que hacer frente a una buena parte de las amenazas
contra los sistemas democráticos.
Los momentos difíciles obligan a repensar las reglas de juego. La ciudadanía está en el corazón del proyecto europeo y refleja una identidad democrática común basada en valores y principios que otorgan legitimidad democrática a la Unión. Es necesario aprovechar todo su potencial.
Reforzar las humanidades, especialmente el conocimiento de la historia y de la filosofía es, creo, mucho mejor que dar papillas de principios y valores manidos, porque el talento, el compromiso y la firmeza tienen que ver con forjar un carácter. Un carácter que solo funcionará si conseguimos que superemos la fase del pensamiento selfie.
Si cada cual piensa que el mundo gira en torno a sí, que las leyes solo se deben cumplir a conveniencia, si mayoritariamente las relaciones humanas o profesionales son banales e inestables porque se rebaja extraordinariamente el sentido del deber, si los líderes juguetean al populismo ramplón o al adoctrinamiento también ramplón, nos arrollará el tiempo convulso.
Cuando pienso en sentido moral no pienso en sentimentalismos ni gazmoñería, sino en sentido del deber: ante las leyes, ante la palabra dada, ante las amenazas al Estado democrático, ante los canceladores, sean del estilo que sean.
Y toca defender el pluralismo político, que es entender el disenso. Y defender el imperio de la ley . Ser conscientes de que la democracia y el principio de legalidad son inseparables. Entender que necesitamos periodismo profesional.
Esto me parece ver desde el rompeolas del Parlamento Europeo. Me parece que tenemos que incorporar cambios en sus reglas de juego para dar respuestas a problemas muy serios y reforzar la ciudadanía europea y, repito, las capacidades morales, intelectuales y políticas de todos nosotros, ciudadanos, no vasallos. Para no dejar de serlo.