sábado, 24 de abril de 2021

Querido Labordeta de Joaquín Carbonell







Dulce ribazo, luz desde el Bajo Aragón.

El Somontano te lleva en el corazón,

Cierzo del Ebro, serranía de Teruel.

La humilde Aliaga, siempre pregunta por él.

Tierras de Franja, te darán la Bona Nuit.

Café Levante, siempre se acuerda de ti,

Sol madrileño, caserón del Buen Pastor.

Plaza el Torico, allí dejaste tu voz.



Venga vamos Labordeta, que nos espera el furgón.

Estás en La, la otra en Do, polvo, niebla, viento y sol.



Cae la tarde, la lluvia empaña el cristal,

Llega otra plaza, cantando a la soledad.

Viejas y arcillas, leñeros de Albarracín.

Suena la Albada, aquel catorce de abril.

Banderas rotas, de puño y de libertad.

Agosto en Jorcas, rosas de fraternidad.

Camino y manta, la guitarra hay que plegar.

Luz en el pecho, que ya se escucha la mar.



Venga vamos Labordeta, que nos espera el furgón.

Estás en La, la otra en Do, polvo, niebla, viento y sol.

Venga coño Labordeta, que nos espera el furgón,

y ya no está, tu vozarrón, a la mierda esta canción.



“Querido Labordeta” Letra y música de Joaquín Carbonell.

Con el acompañamiento en la voz de Eduardo Paz, y Eugenio Gracia con la gaita aragonesa sin vestido y piel de culebra, Miguel Isac a la batería. José Luis Arrazola con las guitarras. Alberto Artigas al laúd y la bandurria. Josu Ibiena con el acordeón. Noelia Gracia al violín. Javier Ansó con el bajo eléctrico. 





jueves, 1 de abril de 2021

"La libertad en 1591", una novela política.

 Un adelanto en palabras e imágenes, que los signos en otro tiempo solo fueron dibujos. 


¿Quién fue don Diego de Heredia? ¿y don Martín de La Nuça?


En el año 1591 no había perro-flautas. 


¿Qué ocurrió en Zaragoza en el año 1591?

¿Una rebelión más en la Historia o el preámbulo de la lucha por la justicia dentro de la Ley? 

¿Por qué Juan de Lanuza tiene una estatua en el centro de Zaragoza, mientras Antonio Pérez, Diego de Heredia y Martín de La Nuça están en el olvido?

¿Puede la rebelión ser amparada por la Ley?

Capítulo XX

Sábado a siete de Diciembre del año del Señor de mil y quinientos y noventa y uno.

 

«Señor, o yo soy loco o este negocio es loco. Si el Rey le mandó a Antonio Pérez que muriesse Escovedo y él lo confiesa, ¿qué cuenta le pide, ni qué causas?»

Gaspar de Quiroga y Vela

 Aguanieva en Gant. El día despuntó lánguido e incómodo, mezquino como las montes que se intuyen desde la Bastida. Llegaron ayer tarde de Pau, otros de Olorón, Martín vino de Assouste en el Valle de Ossau. Los barros todavía dejan a las caballerías pisar fuerte y en los altos puertos la nieve no les llega a las corvas. La bastida de Gant, acostumbrada a forasteros, parece ignorar a los aragoneses exiliados. Es un carrefour de ganados gigantescos que en la primavera a veces alcanzan hasta el Ebro, y también el paso obligado de las gentes de las gaves hacia la capital de la Baja Navarra.  

—“Lo digo para que me entiendan, para que me entiendan” siempre repite esa letanía, desconfía de todo el mundo… hasta de su padre desconfiaba; tenían trato chocante, y eso que el emperador, dicen, era hombre con soltura… vos monsieur d’Encamp habréis sabido que debatió con Lutero en Worms, —apunta un Antonio Pérez ponderado y revisando desde su magisterio con la mirada a los jóvenes compadres— ¡Qué casualidad!, ¿sabéis dónde nació don Carlos?

—En Gante… igual que bautizaron a este pueblo —contesta el racionero Dionisio Pérez de Sanjuán sonriente por su agudeza.

—No lo digo por eso…  a Juana la Loca le entraron prisas y parió en una letrina… —las risas corren ante el fuego del hogar donde se arriman—, en una letrina de un palacio, pero en una letrina.

Rejuveneció el secretario al salvar las montañas y verse de nuevo correspondido por reyes y príncipes. Pérez tiene virtud de encandilar a su auditorio, sabe que las imposturas de los poderosos gustan de escuchar a los plebeyos, y hasta a los nobles. Sus ojos pardos refulgen sagaces como en Madrid hace años, si bien ahora las canas los enmarcan; no perdió su atractivo ni el carisma, y si los perdió los encontró de nuevo en el camino; retornó su osadía, su elegancia a la moda española, la gorra y la gorguera, el jubón con bordados y botones forrados; y aires para saber llevarlos, aires del señor que fue antes que expatriado. 

—Pusimos a Escobedo de secretario de don Juan de Austria, entonces era de los nuestros, hasta fue padrino de mis hijos. Después nos traicionó… y ¿qué pensáis vosotros… que el Rey dudo? Le tenía demasiado miedo a su hermanastro… de eso me arrepiento, Juan era mejor que él…, y yo lo vi después, mucho después. Escobedo, un miserable, pensó que don Juan sería príncipe de los Países Bajos o de Inglaterra, y a él le llegaría la riqueza y el poder como llegan los años. Le truncó la vida la codicia, y la mía la venganza de los suyos. La sombra de esos condenados de Alba y Granvela -Dios los tenga en el infierno- me llevó a ser preso en julio del setenta y nueve; una docena de años después aquí estoy libre y añorando a mi familia, y con alguna daga bien pagada esperándome al menor descuido.

Apèi, çò que se compta es segur (Luego, lo que se cuenta es cierto) —dice monsieur d’Encamp.

—Pues claro que es seguro. ¿Cómo murió el infante don Carlos? ¿Y su esposa Isabel de Valois? ¿Y la pasión que siente por su hermana doña Juana…? rayana al incesto. Ese y no otro es el rey de la Españas monsieur —Pérez eleva el tono con lengua de convencer incrédulos y exaltar partidarios—.  Sabed que todo esto que os cuento escrito está en mis Relaciones y quiero que vean la imprenta en Pau. Y también publicaré la carta que el rey Felipe me mandó diciendo: “Y vos habéis de tener por bien que no se entienda que aquella muerte se hizo por mi orden.” Eso p0ne monsieur Gobernador. Escobedo era un intrigante peligroso y el bien de estado precisaba que muriese sin prisión ni juicio, es lo que pasó, era lo que tenía que pasar.

E s'a el tocaba ¿perqué no pas tirèt tèrra sobra l'afar? (Y si a él tocaba ¿por qué no echó tierra sobre el asunto?) —inquiere de nuevo el gobernador d’Encamp.
—Culpa tuvieron los consejos de ese perro moro de Mateo Vázquez, que así lo llamaba la princesa de Éboli… Gracias a Dios ahora solo ladrará a Satanás. Felipe le escuchaba, era entonces un mar de confusión y decidió que alguien tenía que pagar. Así me agradeció mis servicios: con crueldad, codicia e ira. ¿Cómo se dice en vuestra lengua…? Tal vez publique otros tantos papeles que tengo, todavía más graves, aunque me traten de traidor; pues él sí que es traidor, que su palabra me la dio no sé cuántas veces, y cuando la palabra se hace palabras, no crece sino mengua. Que la palabra muy de antiguo tiene por naturaleza ser obra y no palabras.
—Siempre lo pensé Antonio, pero nunca tuve ocasión de preguntáoslo —tercia el infanzón Francisco de Ayerbe que sienta a su vera—, dicen muchos que la culpa la tuvieron los celos.

— ¿Sí?, ¿eso dicen?, —cuestiona desdeñoso mientras se acomoda la suave piel de cordero del sillón—, amigo Francisco, aunque me sonroja, algo os diré. La princesa de Éboli es mujer arrebatadora, incluso siendo tuerta fascinan sus encantos, o por eso mismo, no lo sé. Ya en su mocedad era diablillo de caprichos y mandona, tan inquieta que la esgrima le costó el ojo. A mí me contagió el ardor y el descaro, pues ni las preñeces le amilanaban. Por las cosas del destino nacimos a un par de leguas, ella en Pastrana, yo en Valdeconcha, y en el mismo año: el cuarenta, pero me aventajó en casi todo.  Nunca se sintió menos que los hombres, más bien al contrario, y pecó de soberbia, y chocó con rey que no gusta de eso en sus súbditos y menos en las hembras. Una vez me confesó que, después de enviudar de don Ruy Gómez da Silva, fue amante pasajera de Felipe. Dios se lo perdonará, yo se lo perdono, es mi amiga y la quiero por ello. Si hubo celos no fueron los míos, soy hombre de una sola mujer: de mí desgraciada Juana que la tienen a pan por onzas. Amigo Francisco, con doña Ana solo compartí gustos y ambiciones, y por eso, es decir: por nada, ahora paga condena en Pastrana. Lo último que sé de ella es que desvaría, que la cabeza se le ha ido.

A los presentes les entra la mudez, la imaginación cabalgando en empresas carnales, sueñan con las calenturas de los mulos de la Princesa entre las sabanas frías, la bonanza de morir encamado en sus ubres, ser rey y montar a la tuerta por su sitio.

— Dios castigará la crueldad del Rey con doña Ana —prosigue el político absorto en su prédica—.  Teniéndola a su atojo no le quiso dar golpe presto de cuchillo, que es piedad, sino años seguidos de miserias, de ofensas, de prisiones, de privación de estado, de estados, de hacienda, de defensa. Le hicieron de su pellejo cárcel por dentro y fuera, y en él acabara, pues la quiere matar de palo en palo, y favor se hubiera hecho doña Ana de conseguir veneno —ensimismados ante la elocuencia de Antonio Pérez no impiden que el fuego se consuma y se arremolinan todavía más a su sillón—. También es señal de la bondad del soberano el medio que toman sus ministros para congraciarse con él, os pondré un ejemplo monsieur Gobernador: mi mujer viajo hasta Portugal para pedir clemencia al Rey, y sabed que fue detenida e interrogada como una ladrona y como estaba preñada de ocho meses la abortaron. Y otro que vi con estos ojos: que cuando embolsaba el rey cinco mil que le tocaban, decía que pusieran quince mil ¿Qué os parece…? El uso del poder absoluto es muy peligroso a los reyes, muy odioso a los vasallos, muy ofensivo a Dios y a la naturaleza: como lo muestran mil ejemplos, y si no revuelvan vuestras mercedes el libro de la experiencia y verán.

— ¡Qué amargo rey…! —reconviene el entusiasta Cristóbal Frontín.

—Siempre va de negro —refrenda Gil de Mesa—, enlutado de por vida del cogote a la punta del pie, y todas sus viviendas teñidas de humos, para que no destiñan, aunque al tiempo acaben en gris de ala de mosca.

El soliloquio se trasmuta en coloquio como el frescor en frio en el salón donde les alojaron los cónsules de la bastida. Ellos avivaron el fuego del amplio hogar, dejaron vino blanco, rosquillas y panes, y marcharon a sus quehaceres. Son hugonotes piadosos, hijos de los colonos que fundaron Gant en forma de damero. Las Bastidas son las villanuevas de España, decisiones que buscan poblar desiertos y cambiar pastos por murallas. Cada familia que arriba es igual a las demás y recibe un acre de tierra y un año para levantarse casa. Ellos mismos eligen a los que les gobiernan, o por cooptación o votando todos, pero, aunque en las bastidas la vida mejore, no se libran de tributar censos y diezmos a abades o vizcondes; no ganaran el paraíso en vida incluso siendo puros luteranos.

Pérez no ceja en su alegato, el monsieur d’Encamp parece encantado de escucharlo, Mesa le secunda con los de Tahuste: Frontín, Ayerbe y Dionisio Pérez de Sanjuán, que se relamen en los vericuetos de la Corte, ese mundo de manejos y cortesías, de chapines dorados, cochinillos y pulardas confitadas; el resto, más alejados y de pie, bostezan. Heredia se entretiene limpiándose las uñas con su faca, Ganareo mira batir los copos a través de la ventana, Miguel Donlope saltimbanquea para calentarse, Martín soporta el sermón del político que no cesa y no deja meter baza en el asunto que les trae, parece que solo tener ojos para el gobernador bearnés. La Nuça, sin soltar palabra, desanda los pasos del salón y cierra la puerta con estrepito, el resto gira la cabeza sin más, pues siguen embobados con las predicas de Pérez: 

—Los hombres deben extraviar parte del amor y confianza que tienen a los príncipes, pues esa parte, a veces, se acerca a la idolatría, que la debida a ellos no la repruebo, porque sería quitar el concierto y la trabazón natural, pero la otra sí, por común provecho. Porque el demasiado amor y respeto viene a parar en daño del mismo príncipe y de los mismos vasallos. Porque como hombres se suelen algunos subir tan alto que se pierden así mismo de vista, y se desvanecen y desconocen a sus inferiores. Pues la dignidad real no debe de confundirse con la persona, y su legitimidad debe de respetar la ley natural y divina y también el pacto que le une a su pueblo.  Y todo esto también lo tengo escrito en mis papeles que están a buen recaudo, y como al Rey no han de gustar, me trataran de perjuro, ingrato, de todo lo peor de este mundo, pues cuando no gustan, olvidan en conciencia la esencia de la política y de la vida cristiana. Sabed que el beneficio común es gran sacramento y cumplirlo parece más milagro que obligación.

Interrumpe el magisterio el estruendo de la puerta abriéndose de una patada, de seguido sienten el hielo de los copos arrastrados por los malos vientos, y no van solos, van con don Martín asiendo una gavilla de sarmientos en cada mano, recorre así el amplio salón y sin miramientos salva el grupo de apiñados para arrojar la leña al fuego. Coge el soplete y lo sacude con brío hasta que surgen las llamas de las brasas y comienza a prender con tanto ímpetu que las chispas amedrentan a los más cercanos, instintivamente reculan con sus sillas y sillones hacia territorios más livianos. Martín no da un paso atrás, se queda al lado del hogar, soportando el flujo de la hoguera, colorado por un lado y pardusco por el otro comienza a hablar:

—Nos falta Manuel Donlope, que llegará mañana o pasado de Chaca con los rezagados de nuestros seiscientos fieles; de Bolea no sabemos nada y prefiero no augurar conclusiones precipitadas, ya sabemos de demasiados traidores: Coscón, el señor de Huerto, Baltasar de Gurrea, y… mejor ni mentarlos, me revuelven las tripas. Al menos dicen que por Pau anda vuestro criado Mayorini, y que han visto de camino a mi amigo el zapatero Gaspar Burcés; pero deciros tengo algo importante: he concertado el reclutamiento de doscientos bearneses con la avenencia de monsieur d’Encamp.

Martín reverencia con la cabeza al anfitrión, sabe que la empresa solo tendrá valía si en ella se implican los intereses de la corte de Catalina de Borbón, la Princesa del Béarn.

— ¡Pocos son…! —contradice don Diego de Heredia.

—Acabamos de empezar el reclutamiento, hay que correr la voz por las gaves…

—No es empresa de un día don Diego —interviene Pérez—, y ni es cuestión de pregonarla ni guardarla en secreto, pues así no se forman los ejércitos, y de espías no andan escasos en la Corte de Madrid.

—Cuentan que el Rey quiere llegar a un pacto —contesta el caballero de Fuentes.

—Tal vez sabéis más que nosotros, acabáis del cruzar la muga. Pero Diego, no creáis lo que cuentan en las ventas. Sé que estáis preocupado por la familia y lo entiendo, mas recordad las palabras de Antonio sobre el tirano. Ya intenté llegar a un pacto con el inquisidor Morejón, a través de Rogelio Mur, el señor de Lapenilla; el capitán Donlope os lo puede contar, él estuvo negociando con el obispo de Güesca; querían que nos viéramos en la Bal de Tena, porque creían que Antonio estaba en Sallent, era su estratagema para poder pillarlo. Incluso así acudimos a la reunión en El Pueyo —dice el montañés señalando a Frontín y Dionisio—, ellos estaban allí, y también Thomás Pérez de Rueda y Manuel Donlope. ¡Decidle a don Diego si era de fiar el obispo…! Hablamos y les dije que Antonio se quería entregar para ser juzgado, que nos dieran lugar en Chaca, en Güesca, en Çaragoça, o en la China, eso sí, los jueces deberían ser desapasionados y honestos en su oficio. La barba te llegará a los pies esperando la respuesta.

—Todo era una farsa —apostilla Pérez—, de ellos y de nosotros, yo ya no estaba en España, crucé mi Rubicón de los Pirineos el veinticuatro de noviembre por la noche.  Veinticuatro… ¡ay veinticuatro! que ya parece número fatal éste de nuestra fortuna. 

— ¡Diego escúchame! Muchos han cambiado de bando… creen que habrá perdón y solo miran sus intereses. Rogelio Mur y el señor de Concas fueron partidarios del duque de Villahermosa en la guerra de Ribagorza, y también de nuestra causa, reclutándonos tropas para el ejército del Reino, pues esos mismos, se ofrecieron a Vargas como perros de presa. Nos andan buscando por ahí para cortarnos la cabeza. No te engañes.



— ¡Ya lo sé…! Con Jayme andamos de aquí para allá disfrazados de tratantes. Por los caminos se oye de todo.

— ¿Cómo visteis a la gente?

—No encontramos trabas. Estuve en Fuentes encomendando a Diego de Foces que llevase a mis hijos y mis criados a Cataluña, y saludé a los que me reconocieron y los demás no dijeron nada. Después andamos por Lanaja hacia la parte de Almudévar, Agüero y Murillo con las mulas, y cuando arreglamos cuentas con un tratante de Ayerbe, nos vinimos. Nadie nos echó el alto en todo el camino, no vimos quien nos buscara: ni aguaciles de los concejos, ni gentes de Vargas, ni tampoco al Justicia de las Montañas.

—Por lo visto al Justicia don Hierónimo le deben no sé cuántas pagas… y por eso no se mueve de su casa.

Las risotadas recorren el salón ante el comentario de uno de los jóvenes de Tahuste.

—Esos bordes del concejo de Çaragoça —arguye Martín—, esos sí que se mueven, igual que el marqués de Lombay que parece tener muy buenas migas con ellos. Tengo noticias de que están requisando todas las armas de la población y acusando a los labradores. 

Al mitigar el poderío del fuego, Pérez se incorpora acercándose a una esquina del tragahumos, a un codo de Martín, junto a la pira vuelve a aflorar su vanidad y declama dándoles la cara:

—En Flandes un juez del rey Felipe dejó escrito un silogismo: Hoeretici fraxerunt templa, boni nihil fecerunt contra; ergo debent omnes patibulari.

Es senténcia famosa… òbra d'un tribunal de dotze jutges on sol dos èran espanhòles e los unics qu'avián vòt —le contesta el viejo gobernador d’Encamp, tan docto o más que el político. (Es sentencia famosa… obra de un tribunal de doce jueces donde solo dos eran españoles y los únicos que tenían voto)

—Perdonad don Antonio —interrumpe Cristóbal Frontín dándole tarto de hidalguía—, entiendo más la lengua de estas tierras que los latines.

Dionisio Pérez de Sanjuán impide a Pérez contestar, aprovechando la confianza alardea de luces ante el paisano:

—Dice algo así como que los herejes destruyeron los templos y los católicos no se lo impidieron; entonces todos deben ir al patíbulo.

Antonio Pérez palmea la espalda del racionero dando la traducción por buena, y vuelve a dictar su magisterio a sus discípulos, si bien su intención no sea otra que endulzar los oídos del ministro de la madama Catalina. 

—En Flandes Guillermo de Orange era gran católico, primero fue leal al rey de España y después rebelde contra él, y lo fue pues no aceptaba que los príncipes gobernaran las almas de los hombres y privasen a éstos de su libertad. La soberanía de los monarcas es restringida a las cosas carnales, el alma de un pescador es tan libre y dueña de sí misma como la de los grandes. En mi juventud decían que la religión del rey debe ser la del Reino, esa idea está ya trasnochada y morirá como morirá el siglo.

Mercés monsieur Antonio, en la cort de la Catalina de Borbón aquestes paraulas se recebon avec los braces dubèrtes. —d’Encamp, conmovido, dirige un gesto de respeto a Pérez— Avèm sofèrt de tantas guèrras, assassinats e fauta de pietat, que la paix e l'entendement d'un catolic nos sembla la glòria. Fa d'ans salvèri la vida per fortuna, unes mals m'empediguèron viatjar en París lo jorn de San Bartolomé a la maridatge de lo nòstre Rei avec Margarita. Cher amic… brindarai per los vòstres paraulas. —Levanta del sillón sin parar de hablar dirigiéndose a la mesa de las viandas— Los hugonotes sèm de seguidors de Crist, coma vosautres, mas fasèm pas de misse,s fasèm d'assembladas, e avèm pas de curas, avèm de pastors, ¿aqueste es pecat per morir? (Gracias señor Antonio, en la corte de la Catalina de Borbón esas palabras se reciben con los brazos abiertos. Hemos sufrido tantas guerras, asesinatos y falta de piedad, que la paz y el entendimiento de un católico nos parece la gloria. Hace años salvé la vida por fortuna, unos males me impidieron viajar a París el día de San Bartolomé a la boda de nuestro Rey con Margarita. Querido amigo… brindaré por vuestras palabras. Los hugonotes somos seguidores de Cristo, como vosotros, pero no hacemos misas, hacemos asambleas, y no tenemos curas, tenemos pastores, ¿ese es pecado para morir?)

Los aragoneses no contestan. El viejo hugonote amorra la jarra a las copas y las ofrece a sus invitados, agradece así las palabras de Pérez. Él es seguidor de Calvino hace treinta años, desde que Juana de Albret proclamara la nueva religión en el Bearne, y quiere brindar por ello. Sabe que los exiliados son hombres profanos, que no desprenden mística ni fervor religioso, sabe que la Inquisición les persigue, también sabe que aun en esas son fieles al Papa de Roma, como tal vez lo sea su rey Enrique si quiere ser dueño de Paris. 

Los aragoneses no contestan porque no saben qué decir, oyeron en España que Lutero tenía cuernos y que los alumbrados son herejes que merecen la hoguera y que su fe consiste en derribar santos y quemar iglesias. Pérez declara que no es así, que leer y estudiar la Biblia no es pecado, ni su interpretación, y que tampoco lo es amparar el sacerdocio universal. Pérez defiende, levantando la copa con d’Encamp, que los luteranos mantienen una relación personal con Dios y con las Escrituras, también que la justicia de Dios precede a las obras, de modo que las obras son el resultado de la justicia, como dijo Lutero y no Aristóteles. Martín, Donlope y Mesa, hombres viajados, ya conocían a los defensores de la predestinación, a los que creen en la salvación por la fe. Heredia, Frontín, Ayerbe y Pérez de Sanjuán saben, como cualquiera, de la indecencia de las bulas y los Papas, de la contradicción entre el hijo del carpintero y la suntuosidad de los obispos, que Roma es una gran ramera con más burdeles que Sodoma. Todos ellos son rebeldes profanos, huidos por no callar ante la infamia, vividores de un día y de sus consecuencias, que solo ven peleas entre curas enarbolando sus doctrinas, vendiendo libertades al mejor postor, sin poder disimular su intransigencia. Ganareo recuerda a su padre alabarlos como buenos lectores, mas no los quería como clientes, pues odian los libros de caballerías y los de santos por novelar lo sagrado.

Antonio Pérez ama las formas, y apremia a Gil de Mesa a servir más vino para devolver el brindis a monsieur d’Encamp. Le costó muchas cartas postularse ante los hugonotes, tender tablas sobre charcos y alfombras entre cardos para que el silencio destruya su pericia; por eso, inquiere con toda su adulación:

— ¿Por dónde tendremos que atacar monsieur Gobernador?

Per on nos de la victoria. (Por donde nos de la victoria)

Ante la ironía, el político sonríe, lo que no hace el soldado de los Tercios Miguel Donlope, que solo responde exhibiendo su valía.

—Por el Somport. Es el camino corto a Chaca y el que más se trasiega.

—Hay que jugar con la astucia querido amigo —conjetura Pérez—, ¿Qué pensáis que haría Aníbal… o Julio César?  Tal vez les sorprendamos por el puerto del Palo, o por el Portalet, que tampoco lo esperan, claro que tendría que ser en primavera. Pero me adelanto a mis cometidos, será nuestro Maestre de Campo quien decida la estrategia y por supuesto con los parabienes del Gobernador y la Princesa —dice ahora dirigiéndose a d’Encamp—, que para eso es la hermana del rey de Francia. 

Diego de Heredia ignorando los galanteos de Pérez a d’Encamp, y también al resto de compadres, apura el vino blanco y se acerca levantando la voz hacia Martín de La Nuça:

— ¡Alto ahí…! Y esos malnacidos de Villahermosa y Aranda, ¿qué?  ¿Y Lanuza y Luna? esos salvaran el cuello, ¡ya lo veréis! negociaran con Lombay y Vargas, o pedirán clemencia al Rey, o yo qué sé… lo que haga falta harán… hasta librar su pellejo y el de sus familias, ¿y nosotros…? ¿por qué no esperamos a ver qué pasa?, y entonces asomamos las orejas.

Antonio Pérez no atiende a Heredia y da por concluida la asamblea. Martín de La Nuça frunce el ceño y masculla la insensatez del amigo; cómo se le ocurre soltar esas sandeces con el gobernador delante, piensa el montañés, le agarra del brazo y se lo lleva hacia una esquina esperando que los otros no le hagan caso, y si lo hacen, le den por loco.

—Con un ejército… así estaremos a salvo… ¿No lo alcanzas? Sin un ejército vendrán a por nosotros y nos trocearán vivos. Dejaros de engaños, hay que batirse, la libertad necesita más sangre.

Las turbaciones de Heredia son interrumpidas por los cónsules de la Bastida cuando entran al salón con más viandas y ganas de charlar con el Gobernador y Pérez. Todos se disponen a probarlas y felicitarse por la empresa que les aguarda. Mesa se anticipa a los deseos de su señor y finaliza la función saliendo a buscar las caballerías, el día es corto y es de más seguridad pasar la noche en Pau. Después de un rato de jarana y de halagar a los dueños, Pérez se enjaeza el capote y el sombrero; cuando dispone a abandonar el salón de la Casa Arrac, repara en una esquina a Martín, Heredia y otro más, y se acerca a despedirse.

— ¿Ya estáis más calmado don Diego?

—Sí… perdonad… es que la cabeza me da vueltas… malvivo pensando que será de mis hijos…

—Lo entiendo… a mí me pasa igual, ni con los años puedo controlar mis agonías —dice el político desprendiendo empatía—.  Martín querido, en vuestras manos estamos, como Maestre de Campo tenéis recado de una cruzada. Si andáis escaso de dineros mandar aviso y tendréis más. Yo retorno a Pau, debo cumplir con nuestros anfitriones. Continuad reclutando gentes por los valles, que bien conocerán los pasos y no tienen miedo ni a osos ni a Vargas. Dadme un abrazo, y también vos don Diego, y este mozo tan galán que os acompaña, ¿quién sois… no os conozco?

—Es el bachiller Jayme Ganareo, que sin ser doctor ya es erudito en tantas artes como sombras tienen los saberes del hombre —le presenta Martín.

— ¡No os sonrojéis! Aun siendo los halagos baratos no se regalan tantos —Pérez ofrece la mano al estudiante—. Me suena ese apellido de Çaragoça.

—Mi padre es el librero maese Joan Ganareo.

—Ya sabía que tenía oído ese nombre, ¿y sois tan erudito como dice Martincico?

—Don Martín es generoso en exceso. Soy un simple estudiante que curiosea en las leyes que rigen los mundos.

— ¿Dónde habéis estudiado?

—Con los Jesuitas en Çaragoça sobretodo la aritmética, lo demás en los libros de mi padre.

—Puede que seáis de los que entienden que el Universo está organizado en formas matemáticas.

—No puede ser de otra manera. El Cosmos es un mecanismo acompasado por leyes fijas. Si no se conocen los órdenes del Cielo y de la Tierra es culpa de los hombres, no de Dios. Dios tiene esas leyes en su mente y se dignará revelarlas en el preciso instante en que los humanos abran los ojos para mirar a su alrededor. No hay enigmas ocultos, ni sistemas inescrutables, el plan de la Creación puede ser descubierto y explicado con fórmulas matemáticas.

Pérez asiente ante las palabras de Jayme, percibe esos aires modernos que bullen por las universidades, una rebelión todavía en el tintero; le complacen también sus ademanes, su agradable semblante, su tierna lozanía.

—Tendríais que viajar a Lovaina o a Padua, y también a Venecia, yo estuve allí en mi mocedad, soy fruto avinagrado de aquellos años; además apreciaríais sutilezas que no cuentan los libros —el antiguo secretario acerca su cara a la del estudiante y entorna la voz para no ser oído un par de pasos más allá—. Aunque Lutero decía que Lovaina, Colonia y París eran burdeles de Satanás, aborrecía a todos los escolásticos, los tenía por asnos y bestias. Luego, tener cuidado con quien habláis. Yo mismo valgo más por lo que callo que por lo que digo.

—Gracias por vuestro consejo, pero para viajar hacen falta medios que no dispongo, más me gustaría hallar trabajo que me satisfaga.

— ¿Sí…? Tenéis razón… a lo mejor la madama Catalina… intentaré presentárosla… Ahora me viene a la mente algo que he oído en Pau: Al parecer los Jesuitas han convencido al rey Enrique para que les ayude a levantar un colegio en La Flèche.

—Antonio, con permiso —Gil de Mesa les interrumpe sin remilgos—, debemos partir, o se nos echará la noche.

—Ya vamos Gil, ya vamos…