jueves, 6 de octubre de 2022

Labordeta, un hombre sin más.

 

Mi abuela Josefa nació y se crió en uno de los lugares más agrestes del territorio de Los Monegros aragoneses, La Almolda, pueblo asentado sobre una loma y protegido de los vientos del norte. Desde sus calles se contemplan, hacia el sur, todos los barbechos, casi infinitos, esperando la lluvia, siempre la lluvia, y muriendo en unos pinares ralos y difusos; al fondo del paisaje, quizá, las últimas huellas de lo que fueron los montes negros. Se casó con mi abuelo, habitante también de uno de esos lugares de escalofrío paisajístico que era, y sigue siendo, Belchite. Mi abuela salió de Málaga y se fue a Malagón: una vida dura que hizo que llevase el sobrenombre de «la Barata», porque se tenía que ganar el sustento yendo de pueblo en pueblo trabajando de quincallera. Mi abuelo, que al parecer conservaba cierta alcurnia familiar, vivía de los productos que le daba un pequeño huerto en un lugar hermoso, donde el río Aguas Vivas se trunca, se rompe y acaba dando un pequeño salto, en cuya base las aguas se remansan. Se le conocía y conoce con el nombre de «el Pozo de los Chorros». De esa pareja nació mi padre, futuro seminarista en el seminario menor de Belchite, que se casaría con una muchacha natural de Letux. Aunque ella siempre se consideraba natural de Azuara.

(fragmento de "Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados", José Antonio Labordeta, 2009)






Todo comenzó en el verano de 2006, concretamente a principios del mes de julio. Durante aquellos días, mi mujer; su madre, Sabina; mi hija Ángela y Santiago, mi yerno; mis dos nietas y yo nos habíamos quedado en una casita a las afueras de Zaragoza para, entre otras cosas, soportar algo mejor el calor y darles a las niñas un espacio de libertad que difícilmente se encuentra en la ciudad. Aquel domingo hacía tanto calor que el paisaje se vislumbraba ciego, sin perspectiva. Sin embargo, en lugar de tomar un gazpacho y unos buenos vasos de agua, nos comimos una paella, nos bebimos media botella de vino y no prescindimos de alguna cerveza a la hora del vermú. 
En aquellos días yo me consideraba un hombre feliz. Era un abuelo al que ya no le quedaba mucho tiempo para jubilarse y soñaba con esos años de no hacer nada: nada de nada que no me apeteciese. Como digo, aquel día habíamos comido en exceso y pronto caí vencido por el sueño. No recuerdo qué soñé, pero sí recuerdo el rumor sordo de aquel lugar en las tardes calurosas, la luz colándose tímida a través de las contraventanas cerradas a cal y canto y los ecos de las voces de mis nietas que llegaban desde el jardín. Mi intención era la de permanecer en la cama durante el tiempo exacto que se prolongase la siesta, pero tristemente no fue así. De repente, la nebulosa comenzó a adquirir tono de realidad y decidí que ya era hora de sumarme al mundo de los vivos. No pude, ya que cuando quise incorporarme me di cuenta de que era incapaz de estabilizarme; pensé en mis cervicales, que años atrás ya me habían jugado alguna que otra mala pasada. Y tanto en aquella ocasión como en ésta no podía moverme, ya que si lo hacía sentía que el mundo que me rodeaba era un mar bravío que pretendía engullirme. Cuando me sucedió la primera vez, el médico, más amigo que doctor, me dijo:
—Esto es cosa del café y del tabaco. José Antonio, tendrás que dejar ambas cosas. Siempre había sido un adicto al tabaco. De hecho, era de los que podía acostarme y levantarme fumando Ducados. El tabaco formaba parte de mi vida, una parte fundamental que se había construido calada tras calada a lo largo de muchos años. Sin embargo, debido a este percance, a los cuarenta y ocho dejé el tabaco. Pero no pude con el café. En aquello días, mientras permanecía inmóvil en la cama, pensé en que casi con toda seguridad a mis setenta y un años tendría que dejar el café, cosa que me iba a costar un verdadero esfuerzo, porque del café me gusta todo: aroma, olor, sabor, discurso, lugar... Pero no fue así. El médico vino a casa, me hizo unas pruebas y me dijo:
—Son las cervicales.
Después se sentó junto a mí en la cama, me recetó unas pastillas y me dijo que no estaría de más que me hiciera unos análisis.
—¿Hace cuánto que no te haces un reconocimiento? —me preguntó.
—Tres, cuatro años —dije.
—No hay más que hablar.
Nunca me han gustado los análisis, pero qué íbamos a hacer. Los días fueron pasando y las cervicales mejoraron. Ya habíamos vuelto a Zaragoza y yo creía encontrarme fuera de todo peligro, deseoso de cerrar la casa y marcharnos a pasar el verano a Villanúa, como todos los años. Villanúa es un pueblo ubicado en el Pirineo aragonés, al que subo cada verano desde hace treinta y ocho años: para mí es como un pequeño paraíso, un retiro. Era un miércoles cuando bajé al ambulatorio Ramón y Cajal y la hermana de mi yerno, ATS en el citado centro, me extrajo la sangre con sumo cuidado y me dijo que en cosa de un par de horas tendríamos los resultados.
—Vuelvo sobre las doce —le dije.
—Perfecto —sentenció ella.
A las doce en punto me estaba esperando. Seria y con rictus dolido.
—José Antonio, ¿tú sabes lo que es el PSA? —me preguntó.
—¿No voy a saberlo...? —le dije—. Si lo fundamos entre Emilio Gastón y yo, junto a las gentes de Andalán.
—Pues este PSA no tiene nada que ver con aquél —dijo—. Y además, lo tienes altísimo. 
Ana, así se llama la hermana de mi yerno, me dijo que lo mejor era que me quedara en el ambulatorio, que iba a ponerse en contacto con un urólogo. Mi mujer, Juana, y yo nos quedamos sentados en una de las salas que hay en la primera planta del ambulatorio sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. Juana llamó a una de nuestras hijas y con una serenidad forzada le explicó lo que estaba pasando, le habló del PSA y de la próstata. Yo estaba callado, pensando en que para mí el PSA era el Partido Socialista de Aragón y no unas iniciales que marcaban unos indicadores tumorales. El Ramón y Cajal es un edificio frío construido en el año 1962 por el arquitecto García Mercadal; está construido en ladrillo visto y es enorme, simétrico y demasiado frío. Sentado en aquella sala me dio por pensar en el edificio y decidí que a pesar de ser obra de García Mercadal a mí el Ramón y Cajal nunca me pareció un edificio notable; en aquellos momentos me resultó especialmente triste. Ana apareció enseguida.
—Te va a atender un urólogo que se llama Ángel —me dijo—. Y además es uno de los buenos.
Resultó ser uno de los mejores: hijo de una muy buena amiga y sobrino de una mucho mejor amiga, con la que en su día habíamos combatido por la democracia, la libertad y la ecología. Con Ángel me entendí pronto y pronto me dijo que las cosas no pintaban bien. Me citó para el día siguiente. Aquella mañana mi mujer y yo abandonamos el Ramón y Cajal con la sensación de que habían sucedido muchas cosas, pero sin entender muy bien la dimensión de esas cosas.
—Me voy hacia casa —me dijo Juana—. Mi madre estará de los nervios. Por aquel entonces mi suegra tenía noventa y siete años y estaba en un estado bastante delicado, debido a una demencia senil obsesiva, que a punto estuvo de volvernos locos.
—Yo prefiero ir a tomar un café —le dije, y ella me besó. Hacía años que no me daba un beso en mitad de la calle. Mis pasos se dirigieron hacia el café Levante, para mí el más hermoso de Zaragoza, y finalmente opté por un pincho de tortilla y una caña. En el Levante siempre me he encontrado muy a gusto y aquel día quería un sitio de esos de toda la vida. Me quedé en la barra, atrapado por el reflejo de sus vidrieras y colgado en alguna de las fotografías de sus paredes, y pensé que la vida valía la pena, a pesar de este nuevo compañero de viaje del que apenas sabía nada.
—¿Cómo va la salud, Labordeta? —me preguntó un asiduo del Levante.
—Regular, gracias a dios —le dije, y di un sorbo a la cerveza. 
Me supo magnífica.

 (fragmento de "Regular, gracias a Dios", José Antonio Labordeta, 2010)

 
José Antonio Labordeta Subías y La C.O.M.E. (Cooperativa Musical del Ebro, en Segura de Baños -Cuencas Mineras, Teruel- con Ángel Vergara al acordeón, gaita y flauta; Paco Medina a la guitarra; Juan Carlos Ferrández Escribano, Juanito, en la percusión (fallecido en mayo 2022), Ignacio Fernández al bajo eléctrico) 
Eran los años 80 del pasado siglo, en tractor y remolque enramado a la Virgen de la Aliaga en Cortés, la comida a orillas del pantano en Alcaine, y la vuelta de la misma guisa, pero con menos ramas, por Segura; un concierto para recordar, auténtico, entrañable, como el documental LABORDETA, UN HOMBRE SIN MÁS.