sábado, 24 de septiembre de 2022

24 de septiembre de 1591. Una fecha más que cayó en el olvido.

                                                                   

    Martes a veynte y quatro de Setiembre del año del Señor de mil y quinientos y noventa y uno.

«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.»

Miguel de Cervantes

 

En sus turbias aguas flotan muertos en invierno, en primavera clarean y en verano languidecen. A su vera las gentes son dichosas, aunque lo blasfemen cuando anega sus huertas. Es ser de bravatas, de almadieros ahogados, de plebeyos que parecen imitar al torrente: osados a favor, mansos en contra. El Iber, el rio de los iberos y de sus herederos, que hasta hoy presumen de nobleza y arrestos ante otro Imperio, y se envalentonan y pierden composturas; pues no se sabe cuándo y porqué se desbocan, pero se desbocan.

            A la vez que nace el sol por Los Monegros resuenan por las calles empedradas los resoplos y relinchos de la caballería, la manda el gobernador Cerdán. Son jinetes soberbios que miran los tejados y  los fondones, escrutando el recorrido que llevará a Pérez y Mayorini hasta la cárcel de la Inquisición; les siguen soldados a pie, hombres de los consistorios y algunos otros de los señores,  los emplazan de retén en plazuelas, entronques, y en las puertas de la ciudad, pues a don Ramón Cerdán de Escatrón se le ocurrió conservarlas  cerradas, así es su celo por cumplir las órdenes que llegan de Madrid para impedir que los sediciosos reciban socorro. El Gobernador es militar novato, fue elección del difunto marqués de Almenara ante la sugerencia del Concejo, y la recomendación de su hermano el Zalmedina; también debe el cargo a sus méritos: la sumisión, la ordinariez y el hambre de dineros; atributos forzosos para medrar en los negocios de la Corte. Juró el cargo en junio con su mentor cadáver, si bien ocupaba las funciones desde que falleció a finales del pasado año don Juan de Gurrea, el anterior gobernador, aquel sí que era hombre cruel y pudiente, al que el pueblo temía; Cerdán no le iguala ni en fortuna ni en brutalidad, tampoco en astucia, pero el caballero piensa que todo llegará. 

Algunos próceres califican de ocurrencia esa de cerrar las puertas en tiempo de vendimia, cuando los falcinos se afilan, cuando los banastos sirven de rodela, cuando perder un día es un día más de riesgo de perder la cosecha. “Qué barbaridad…” protestan los amos; “¡Me cago en sus muertos…!” dicen los braceros. Se siente la zozobra desde la tres de la mañana, entonces las cuadrillas que marchaban a las viñas del monasterio de Santa Fe plantaron cara a los guardias de los portones, y no les quedó remedio que recular ante los arcabuces y callar. Son cientos los soldados por las calles, y otros tantos formados en la plaza del Mercado, y caballos al trote de aquí para allá despertando a los oficios, y el gobernador Cerdán dando órdenes a voz en grito, increpando a mirones, cimbreando la espada, exigiendo a los soldados que maten al primero que exclame la palabra maldita. Y así acontece que al hacerse el día un chaval de ocho o diez años asoma por un ventano en la parte alta del mercado, husmeando el paso de los rocines, y se le ocurre repetir el lema censurado, mentar la palabra odiada por el tirano, el embrujo que agita al vulgo, un: ¡VIVA LA LIBERTAD! como nunca antes se había dicho, que retumba entre los chuzos y arcabuces con su voz aflautada, vigorosa, lirica. Un instante después, como conclusión de un ¡Pannnggg…! seco y terrible, se apaga para siempre. Pocos contemplan al soldado bajando el arcabuz y dando baqueta para limpiar el ánima, solo un compadre mira su parsimonia cuando al fondo se escuchan los lloros de una madre.

— ¡Le has dado en la cabeza…!

—Tengo buena puntería… espero que se enteré el Gobernador.

—Espero que no lo lamentemos… has matado a un crio de San Pablo.

 

 

*               *               *

 

            En la Cambra del Cantón de las Casas del Reino, entre las diez y las once tiene cita el nuevo Justicia y sus lugartenientes con Lancemán de Sola, el secretario del Tribunal de la Inquisición; trae las letras reclamando la entrega de Pérez y Mayorini, y las entrega con copia signada y fe yaciente. Don Juan de Lanuza manda llamar a los diputados del reino y a los jurados de la ciudad. Al rato aparecen don Juan de Luna y micer Miguel Turlán, y el segundo y tercer jurado del Concejo, con muchos ciudadanos y acompañantes. Micer Martín Batista de Lanuza, el lugarteniente más antiguo y cercano al viejo zorro, toma la palabra para declarar los principios de los fueros y las leyes del reino, destacando el de Manifestación con gran orgullo, y en los casos en que tiene lugar,  y en  los que no, pues los hay  en que se suspenden su efectos, como sucede con los vasallos –a más si son moros- de los señores y obispos, y si ocurre en esos casos, con mayor motivo debe suspenderse cuando la reclamación la hacen  los inquisidores apostólicos.  Otro lugarteniente, micer Gerardo Clavería, da cuenta al oído de todos de la sentencia de los trece magistrados y, ante la petición del secretario de la Inquisición, se le encomienda efectuar la entrega de los presos, y también acuerdan que con él vayan dos diputados: el deán Luis Sánchez de Cutanda y micer Miguel Turlán, y por el Concejo el jurado Joan Bucle Metelín. Entonces ordenan avisar a todos los caballeros y señores de la ciudad para que lustren la comitiva que cumplirá el veredicto. A don Diego de Heredia también le mandan cita.  

Después de un rato largo los designados salen de las Casas del Reino, a Heredia dicen que no se le encontró; van con maceros, dos por cada consistorio, y escoltados por una compañía de arcabuces y el Gobernador con su caballería. Así formados toman camino a la casa del Virrey en la calle Mayor, y éste los recibe acompañado por el duque de Villahermosa, el conde de Aranda, el de Sástago y el de Morata, también el Jurado en Cap y muchos otros caballeros señores de vasallos y gente principal; todos van armados. Micer Clavería da razón al Virrey de las letras de los inquisidores, requiriéndole para su ejecución le sirvan consejo, favor y ayuda. Los presentes responden a una voz que están prestos y aparejados para proveer al lugarteniente y favorecerle incluso con sus vidas. En cumplimiento de lo dicho dejan la casa del Virrey y se dirigen a la Puerta de Toledo en formación marcial, con los arcabuceros delante, siguiéndoles sus señorías, y en la retaguardia el resto de la compañía y Cerdán con la guarda a caballo del Reino. Nadie más, pues ni las viejas y sus nietos se atreven a mirar por los ventanos de las falsas.

Entretanto suenan las campanas de San Pablo tocando a rebato, como en mayo lo hicieron las de La Seo. Ochocientos hombres de armas las escuchan impertérritos delante de la cárcel de los Manifestados; les rodea un mar de ociosos forzados, hambrientos de venganza, sedientos de empaparse de justicia. Las patrullas aseguran el foro taponando las bocacalles con carros. Los capitanes sermonean a sus hombres maldiciendo al que tiemble. A raya aguantan la rabia de la plebe.  

 

 

*               *               *

 

Los caballeros de la Liga se dejan ver entre credos y avemarías por la iglesia de Santa María la Mayor.  Heredia, Martín, Bolea, Donlope y otros más, reciben allí las nuevas que acontecen en las Casas del Reino; fue don Juan de Luna el que mandó un mozalbete diciéndoles que los lugartenientes no se oponen al traslado, y que los señores, junto al Santo Oficio, marchan hacía la cárcel. Es motivo para salir del cado y raudos cruzar la plaza hasta la casa de don Juan de Torrellas, sin tiempo para contemplar el espléndido edificio, advertir sus riquezas, sus rentas, el buen gusto y parentesco con el conde de Sástago.

— ¿Dónde tenéis a esos cuarenta hombres? —pregunta Martín sin rodeos a Torrellas.

—En las bodegas una veintena, que tenía miedo viniera el Virrey y me los quitara, y los otros se fueron con Gil de Mesa y Francisco de Ayerbe al salir el alba.

— ¡Por Dios!, —exclama Heredia echándose las manos a la nuca y después a la sesera, parece que sus manos rigen solas— ¡Dios nos guarde…! ¿Qué haremos…?

—Tirar avante —le responde Martín—.  Gil de Mesa ya estará en San Pablo buscándose un sitio, de aquí tenemos que salir hacia la Puerta de Toledo con genio.

— ¡Nos van a matar, joder…! ¡Hay cientos de arcabuceros…!

—Algún día tendrá que ser… hoy como cualquier otro —asegura el montañés con una entereza que espanta—. Diego… tú y los demás os volvéis a Nuestra Señora del Pilar a rezar, o hacer lo que os venga en gana, pero que se vea que estáis allí, y que ni lleváis armas ni intención de llevarlas. Pase lo que pase, llegue Pérez a la Aljafería o no llegue, os estáis buen rato, y después vais con Isabel a preparar la huida; y si ellos vencen, toca la defensa, pues en vos harán escarnio. 

            — ¡Qué Dios nos asista! —Heredia habla para sí en voz alta y santiguándose mil veces—. A la sien me viene una charla que tuve con Mayorini… que es buen astrologo, y predijo que las desgracias de su patrón rematarían en la luna de septiembre, pues entonces todos los astros le son propicios…

— ¿Oís Diego…? ¿Oís?  —Martín le prende por los hombros— ¡Recordar lo que tenéis que hacer!  Andar… y no paséis pena… a vuestra casa acudiremos, Gil ya lo sabe. Solo enjaezar vuestros caballos, abrevados y bien comidos.

A la sazón entra en la sala un jovial mancebo del servicio de don Juan de Torrellas, se acerca y comunica:

—Señor… he visto en la plaza de La Seo muchos labradores y pelaires.

— ¿Llevan armas?

— ¿Armas…? ¿Son armas las dallas y los hocinos, y los palos y las piedras?

 

 

Al mismo tiempo la comitiva regia avanza por los barrios del Cardo romano, entre las casas de los zapateros, los vaineros y los plateros; un silencio solo roto por los cascos de los caballos, el trepidar de las huestes, y por alguna injuria que les sueltan. Al llegar al ensanche de la calle Mayor en San Antón se oye una descarga de lejos, no alcanza a nadie, el Gobernador toma la cabeza y hace mención de perseguir a los insurrectos que huyen por las callejas del barrio de los botoneros. Cerdán y sus oficiales desisten, piensan que pude ser un engaño, y continúan hasta la Puerta de Toledo para irrumpir a la plaza del Mercado y comprobar a caballo su autoridad. Las compañías forman y a la vez hacen sitio a los arcabuceros que vienen en la comitiva.

Don Martín de la Nuça corre la calle con el broquel, la espada y los brazos remangados, el pedreñal y la pólvora le cuelgan de la espalda. Es el caudillo de la veintena de montañeses que trajo Torrellas, y con ellos parte hacia la plaza de La Seo, allí esperan labradores, pelaires, jiferos, hortelanos, ganapanes, vendimiadores cabreados, y algún gascón de mala leche. Es un ejército que dispara a las nubes, que gasta más en gritos que en disciplina, espontáneo y ciego, irreflexivo; son los sublevados ante los poderosos y se van por la calle Mayor a ver qué acontece por la cárcel, a repartir pedradas, estacazos, cuchilladas o lo que haga falta.

 

 

Los encargados de hacer la entrega acceden a la lúgubre escalera que les lleva a los presos. Mientras, el Virrey y su cortejo charlan distraídos a la sombra del pórtico de la cárcel de los Manifestados, se toman un respiro esperando por fin contemplar la salida del famoso Antonio Pérez y decir que estuvieron ellos los primeros. Dentro, micer Clavería ordena al alcaide que se le haga traspaso del manifestado y de su secretario, al momento salen los cautivos alzando la voz y quejándose de los empujones y la falta de miramientos. El lugarteniente decide ponerles grillos y requerir que acudan los coches a la puerta; uno de los guardias tira los aros y las cadenas en el suelo, otro se agacha y les encarcela los tobillos. Allí quedan en el centro de la estancia, acechados, estoicos, mudos mientras les miran, pues nadie habla, ni el diputado, ni el alguacil del Santo Oficio Alonso de Herrera, ni el secretario de la Inquisición Lancemán de Sola; pasa el tiempo denso, cadencioso, mortecino, como una estación lluviosa que se alarga entre la oscuridad de la cochambre y las palpitaciones. Más de media hora después dan un grito en el Cuerpo de Guardia, avisando que el coche pronto arriba a la puerta. Clavería manda desfilar y descender las escaleras con cuidado de caerse, “que no se me rompa el cuello el ministro del rey nuestro señor, por su salud, o por la nuestra”. Al mediar el trayecto se oye un fuerte estrepito en la plaza.  

 

 

Momentos antes Gil de Mesa se reclinaba en un tejado de los soportales del barrio de la Cedacería, apuntando su arcabuz con calma; sabe que se encuentra lejos de la Puerta de Toledo para atinar a la primera, sabe que tiene unos ciento veinte pasos hasta allí, sabe que una vez mató un caballo a cuatrocientos, pero el viento y la suerte hicieron más que él, sabe que la máquina que tiene es la que es, sabe que una bala anda justa para llegar con muerte. A su vista tiene a los señores de título esperando a un bufón, que para ellos es Antonio Pérez; para Mesa no es bufón de nadie, es su patrón, su amigo, su familia. Fija su pensamiento, respira hondo, se retrotrae a la instrucción por el Camino Español a Flandes, a los varazos en las piernas de los cabos, a las lecciones de cómo corregir el desvío, de cómo impostar los brazos para hacerlos parte de la caja, de la cureña, de la coz. Aprendió bien a fuerza de hostias, llegó a intuir el vuelo del proyectil, a apreciar el olor de la pólvora quemándose en la recámara; sí, era de valía, le gustaba y lo supo, por eso llegó a alférez, ¿si no de qué? Así apunta a la cabeza del Virrey Obispo, pero sería repetir el milagro del Empel, más fácil parece el atino en la panza, pues es blanco generoso y de bordados deslumbrantes; tampoco viste barato el Duque, emperifollado a más no poder; al Gobernador imposible atinar, se mueve mucho, aunque se le vea mejor en su montura y de vez en cuando se acerque a la parte alta de la plaza. Gil de Mesa percibe la tensa calma por el chico muerto desde el alero del tejado, por el contrafuero, por el hambre vieja; en ese instante divisa la arribada de hombres armados en las esquinas de la plaza, distingue a los de Martín a lo lejos, y saliendo de la calle de la Albardería a Francisco de Ayerbe con los suyos, a la sazón entran por el postigo del Mercado un par de coches tirados por mulas. Los soldados hacen sitio a los carruajes que despacio se acercan hasta la misma puerta de la cárcel. Gil hinca los codos y apunta a la primera acémila, deja hacer a sus manos, ellas solas liberan la cazoleta de su tapa, pulsan la leva que mueve el serpentín con la mecha y prende el fuego; entonces surge el estallido, y antes de escuchar un relincho de muerte, el alférez Mesa sopla de nuevo la cazoleta y elimina los restos de pólvora y los rescoldos que siempre quedan, saca otro frasco, vuelve a soplar y carga el arma de nuevo, apoya los antebrazos y tira a la otra mula. Se incorpora a toda prisa rompiendo tejas sin cuidado, baja las escaleras de cuatro en cuatro hasta los soportales de los cedaceros, allí le esperan sus hombres, y les arenga:

— ¡Vámonos! ¡Con dos cojones…! ¡Hay que sacar a Antonio de las garras de esos buitres…!    

 

 

El Virrey Obispo y sus acompañantes al sentir el primer tiro se protegen tras sus soldados, intentan salir a la calle Mayor, pero está tomada por un mar de guadañas y deben recular, resuelven ocupar la casa que está frente a la cárcel, la de Serafín de la Cueva, aquella que fue atacada en mayo sin piedad por el pueblo. La refriega hierve, don Martín se hace dueño de la Puerta de Toledo a costa de la sangre de su bando, don Francisco de Ayerbe manda en la Albardería con ímpetu y destroza un flanco de soldados, Gil de Mesa se aposenta seguro en la esquina de la calle de San Blas esquilmando lo que puede. Los arcabuzazos van espesos, raspando los adobes, los aljeces de las pilastras, todo son humeras y aullidos. Ante semejante gresca los fisgones del barrio de San Pablo se guarecen. Otros, en medio del cruce de disparos, deciden tomar partido en el combate a navajazos, unos cuantos embisten a los coches, destrozan el de la mula muerta por Mesa y rematan su pareja, y que herida no paraba de dar coces y salpicar de sangre. Algunos atacan al segundo carromato, pues dicen que sacrificando a las bestias no tendrán forma de llevarse a los presos. Los cocheros huyen como pueden. Las tropas del Gobernador se ven sorprendidas ante el fuego de pedreñal desde tres lugares distintos, muchos soldados hacen más por salvar su pellejo que por despachar sediciosos, y bajan las armas o no las recargan y se esconden, también echan a correr en dirección opuesta al combate, es la desbandada. Al pronto disminuye el fragor, aunque se oigan tiros sueltos, pocos soldados resisten tras los pilares del mercado, los más cambian de bando; al rato los sublevados son conscientes de que la plaza del mercado es suya.

No concluye aquí la batalla, el Virrey y los señores no desisten y permanecen encerrados a cal y canto en la casa tomada. Un vecino de San Pablo grita: ¡VIVA LA LIBERTAD…! otro arremete el edificio a estacazos, varios a pedradas, uno de los hombres de Martín usa su arcabuz, otro recoge tablas del coche destrozado y sin decir palabra las aposenta en la puerta, muchos le siguen con más leña, alguien les prende fuego. El gentío que anda desnudando a los muertos, desvalijando a los vivos, despiezando las mulas, cargado el menudillo, los jarretes, los lomos, por un momento echan alto y contemplan la hoguera.   

 

 

Dentro de la cárcel, los hombres de los consistorios y sus presos volvieron por sus pasos. Treinta arcabuceros quedan en el Cuerpo de Guardia protegiendo la entrada. Desde los ventanos del primer piso tuvieron ojos en la algarada y contemplaron la derrota, ahora ven ríos de pedreñales, alabardas, chuzos, palos al aire y rugidos pidiendo que muestren vivo al preso. Clavería no duda y pide a Pérez que se asome a las rejas, entonces todavía aumenta más el griterío. En el tumulto aparece Gil de Mesa, y al ver a su pariente vocifera que lo suelten; pero los de dentro no contestan, solo discurren en salvar el pescuezo. La prepotencia, las circunstancias, la pena de excomunión, la palabra dada, el regusto por la adulación, el dinero de los ricos, son motivos que se olvidan cuando en riesgo está la vida, y micer Clavería, el diputado Turlán y el jurado Bucle ahora bien la ven comprometida, ¿de qué vale el laurel cuando estás muerto?, eso parecen pensar al inquirir al alcaide:

— ¿Dónde hay otra salida? Esos bárbaros tirarán las puertas en cualquier momento.

—Como no sea por el tejado y pasar al de los Lanuza, y allí pedir a gritos que nos abran algún ventano del altillo.

—Pues venga… qué aquí tenemos echada la sentencia. ¡Y por Dios…! mandar quitarle los grillos a Pérez…

 

 

Abajo, en la puerta de la cárcel, se van juntando la plana mayor de la embestida, desde los caudillos a los reclutas, desde el sudoroso y ensangrentado Tomás de Rueda, hasta el tiznado Cavero de Ortilla y sus hombres de Osca que, aunque les amputen el brazo, no sueltan los mandobles y las picas.

— ¡Coño…! ¡Martín! ¡Francisco!, —prorrumpe Gil de Mesa exultante al topar con los socios— ¡Rediós, le echasteis redaños…! como hicimos en Amberes… ahora habrá que sacar a Antonio… ¡mirar esos! se traen un madero. ¡Vamos a darle!

Sin decir más le dan un castañetazo a la puerta y resiste, son recias y de hierro, pero no necesitan repetir el intento, de sopetón se abre la hoja y aparecen los guardias con los puntales en las manos. Los insurgentes victoriosos penetran en la cárcel, los guardias tienen las armas a los pies y les dicen que la puerta del zaguán debe de ser franqueada por los de dentro, amagan de nuevo con injurias y no tardan en dejar limpio el paso. Los arcabuceros agachan la cabeza pidiendo clemencia, Mesa les desprecia y manda asegurar la posición y requisar los pertrechos cargados; también “¡andar las escaleras y no fiarse ni de la madre que os pario!”, exclama. Sus hombres avisan pronto que no hay peligro, y le gritan al alférez de los tercios que suba, que Antonio Pérez está en su celda.

— ¡Gil! querido primo… ¡Martincicooo…! ¡Gracias amigo!   ¡Dadme un abrazo! ¡Francisco… qué te voy a decir a ti! No las tenía toda conmigo… tanto soldado… ese Cerdán… pero lo habéis logrado… ¡qué valor! Siempre os estaré en deuda.

—La gente al cuello se les tiró… envalentonados, y se esbafó el miedo al ver tanta infamia —alega Martín observando los pies de Pérez y Mayorini—: Habrá que buscar herramienta para quitaros esos herrajes.

—Por allí dejaron los martillos… y prestos se fueron a esconder al barruntaros. 

Pérez y Mayorini esperan tranquilos mientras les despojan de los grillos, incluso tienen tiempo de hacer hato con sus bienes, de retocar la gorguera y limpiar el jubón; hay diferencia entre andar a las mazmorras del Santo Oficio que a respirar las libertades de Çaragoça. El rostro del cortesano ahora destila honra y dignidad, la dignidad que tuvo cuando era ministro de las Españas, y hacía y deshacía a su antojo, y todos le bailaban el aire y hasta sus gracias más insulsas. Gil de Mesa anda a su vera, con yelmo en la cabeza, uno que recogió de los muchos que tiraron los soldados. Los conquistadores bajan al Cuerpo de Guardia donde retumban los vítores al nombre del antiguo secretario; Mayorini siempre detrás, el ferviente escudero, impertérrito ante la desgracia y el júbilo; don Martín a medias de la cordura y el entusiasmo, sin dejarse llevar por la legión que les aclama y desconoce las consecuencias. Los fueristas en ese instante parecen un ejército y hasta rinden honores con las alabardas robadas a las tropas del Gobernador, con arcabuces nuevos, con espadas relucientes.

—No hay que distraerse… se os echará la noche encima.

— ¡Martincico…! catemos un poco de estas mieles…

Pérez se deja llevar por la pasión, camina entre un vulgo enardecido que se desgañita en alabanzas como si fuera remedio para todos sus males, el santón milagrero que cura lo increíble:

¡VIVA ANTONIO PÉREZ…!

¡AYUDA A LA LIBERTAD…!

— ¡VIVAN LOS FUEROS…!

Muchos apasionados se arrodillan ante Pérez y le besan los anillos, uno de los jóvenes le incrusta la cabeza entre las piernas y se lo sube a hombros. El político se muestra sorprendido sin hacer ademán de querer descender, incluso parece que le agrada, pues alza su gorra de mojicón al viento saludando, dando gracias y parabienes a todos los presentes. Este será día de recordar, este será día de recordar cuando le venga a la mente su tormento. 

 

 

Frente al tumulto de la cárcel, el fuego se hizo dueño de la casa de Serafín de la Cueva, el refugio del Virrey se convirtió en el horno de la común, donde las mancebas cuecen el pan y los críos roban los bizcochos. Saben los sublevados que el obispo de Teruel y Virrey: don Jaime Ximeno, llevaba de compaña al Regente y a los consejeros de la Audiencia, y a más ciudadanos honrados de séquito. Varios de estos últimos no pudieron escapar, pues les cerraron las puertas en las napias, y ahora son cadáveres en camisa que yacen arrimados a las paredes. Saben, también, que el duque y los condes no siguieron al Virrey, pues al verse la refriega y ayudados por al pundonor de sus criados, corrieron de una lluvia de salivazos, insultos y amenazas, incluso dicen que uno de los condes aligero la bolsa presto. La muchedumbre sigue sitiando la casa socarrada, aunque se amansa cuando ve que la fogata ya no tira. Aprovechan entonces para meterse en ella, se distribuyen por las estancias y al momento alguien grita desde arriba:  

— ¡Aquí no están! ¡Han roto un tabique… se escaparon los mamarrachos!

Los sublevados penetran por el boquete y baten la casa lindante, desde la bodega hasta la falsa, y, o es cosa de magia o tuvieron que escapar por el tejado. Encuentran a la dueña amedrantada debajo de una cama y les guía hacia el ventanuco que da paso a la techumbre del vecino.  Los más intrépidos suben a las tejas y no ven a nadie, se dan cuenta que la parcela de casas no es tan grande, y que hace falta genio para saltar las calles, ni la de Predicadores, ni la de las Filarzas, o la calleja estrecha que las une, dudan que un obispo tripudo pueda volar por los aleros. Desandan los altos y regresan a la esquina de la casa tiznada.

— ¡Tienen que estar escondidos en este trecho!, —grita Andrés Castillo Tabollet, uno de los cabecillas—.  ¡Habrá que registrarlas…!

De repente una mujer da la alarma:

— ¡A los traidores, a los traidores…! ¡Por allí van!

Todos miran los tejados, y señalan mucho más adelante de lo que especulaban, en la siguiente parcela de la calle de los Predicadores.

— ¡Tirar a esos malnacidos!, ¡matar a esos mandrias…! ¡Piedras o lo que sea!, —manda Juan Roldán, otro de los caudillos—.  ¡La puta de oros! ¿Nadie tiene el arcabuz cargado…?

—Tendríamos que pegar fuego a la calle entera… alguien les ayudó con algún tablón o alguna escalera… ¿Qué solo viven por aquí hideputas?

A los coléricos les ciega la venganza, por el chico de San Pablo que mataron, por los sesos vertidos de los vendimiadores o porque llegó la hora de aplastar sanguijuelas. Siguen apedreando el tejado desde la calle, tirando algún arcabuzazo, rezando pierdan pie y den vueltas como un huevo hasta hacerse tortilla. El Virrey y su séquito se ocultan tras las chimeneas, tras los solanares, y al pronto desaparecen.

— ¡Se han metido en esta casa!

— ¿De quién es?

—De un labrador…

Los insurrectos aporrean la puerta y los ventanos, echan gritos de desesperación, insultan a los amos hasta que uno sale a ver qué pasa.

— ¡Dejadnos entrar a por ellos!

— ¿A por quién…? —contesta el labrador.

— ¡A por quién va a ser…! ¡A por esos cuervos que os han entrado por la techumbre!

—Se habrán metido en otra casa… en la mía no entran cuervos ni foranos.

— ¡Dejadnos entrar!, ¡más os vale…!

Y el labrador demora la respuesta hasta que sus hijos salen a la puerta, uno con espada, otro con palo, y otro más enseñando un cuchillo de matarife.

— ¡Qué no entráis en mi casa!, ¡qué sé quién sois! Tú, el de la Matilde, tú, el de Dolores, y tú, ¿no trabajas para el pelaire Pedro de Fuertes? Anda hijo… acércate a su casa y dile que venga, a ver qué dice él.

Fuertes habita en un casón un poco más arriba, eso calma a los amotinados, aunque las alcahuetas sigan olisqueando por los ventanos de la calle, y su perseverancia se resuelva cuando una de las comadres observa revuelo y se pone a gritar: 

— ¡Están aquí!, ¡en casa de Jaime Mezquita! 

Golpean la cancela de malos modos, acusando a los de dentro de enemigos. Los moradores salen ante el estrepito e insisten también en desconocer el paradero de los huidos. Aumentan los insultos, las chulerías y las exigencias de penetrar en la casa y registrarla. Cuando comienza el forcejeo, aparece en la discusión Pedro de Fuertes pidiendo calma, el maestro pelaire ejerce su autoridad en el barrio, y se pone a terciar:

— ¡Yo entraré para ver si es verdad lo que decís!

La batida se alarga y los nuevos dueños de la calle se impacientan, no confían en el pelaire, a fin de cuentas, es patrón, y de los que escatiman los jornales, de los que creen siempre que los peones llegan tarde y se van pronto. Les huele mal su relación con el duque, de vasallaje y de negocios, y que a la vez sea amigo de los caballeros de la Liga.

— ¡Aquí no están ni los hallamos…! —predica Fuertes al salir.

            Los díscolos discrepan, refunfuñan, ponen caras, pero agachan las orejas y se van a buscar enemigos a otra parte.

 

 

Mientras tanto los porteadores de Pérez se cansaron y descendió de las volandas. Ebrio de triunfo, en una borrachera similar a la de mayo, de esas que no dejan mal cuerpo al otro día, ni al siguiente, pero que al tiempo se torna ulcerante, cancerosa, despiadada.  Después de un par de cuartos de reloj y de bullicio, la comitiva termina en casa de Isabel y Diego; el matrimonio le recibe en la puerta:  

— ¡Antonio!, ¡dadme un abrazo!

— ¡Diego!, ¡libre soy… libre por fin! Hasta parece un sueño que esté pisando las calles de Çaragoça

—Cuanto me alegro… a mi esposa no la conocéis…

— ¡Qué grata sorpresa! —dice el cortesano mirándola a los ojos con descaro—. Dichoso día que las alegrías me vienen a raudales. Me hablaron de vos como mujer de gran provecho… se olvidaron mentarme la belleza… dejadme que os bese la mano… —e inclinado su modesta anatomía le comenta—: No es educado comparar entre las damas, pero con vuestro permiso y el de don Diego os diré, que me recordáis a la princesa de Éboli, a mi amiga Ana, por la que rezo a diario. 

— ¡Gracias… me abrumáis! Pasad, pasad… ¿comeréis algo?

—No hay tiempo que perder —advierte Martín—, ya dieron las cinco… se os echará encima la noche y los sopistas… ¿están listos los caballos?

—Don Martín sabe lo que dice, hay que aprovechar la desbandada —afirma Gil de Mesa—, tenemos que salir de la ciudad cuanto antes.

—Razón tenéis… no es cuestión de derrochar ahora la victoria.  Ya le juré a Basante que nos oirán los sordos… pues ardía en deseos de emprenderles, ¡qué les debía unas cuantas afrentas!

—No nombréis a Juan de Basante… —objeta Martín a Antonio Pérez— ¡qué nos ha traicionado!

— ¿Sí…? —Balbucea incrédulo—. ¡No puede ser!

— Creedme.

— ¡Mi querido amigo!, ¿cómo estuve tan engañado…?

Nadie contesta, hasta que es Francisco de Ayerbe el que se acerca al corrillo e interviene:

—Un mozo cuenta que vio como mataban el caballo del Gobernador y le metían un par de tiros cuando huía… al parecer ahora lo andan buscando por el Coso.

— ¡A ver si hay suerte y le revientan las tripas! —Gil de Mesa no contiene sus deseos—. ¡No merece cosa, ese perro!

—Pero esos perros portan buena cesta y eso ayuda a salvar los huevos —refuta Ayerbe.

Los criados de Heredia sacan los caballos del corral y aguantan sus ramales mientras monta Pérez y Gil de Mesa, también un par de secuaces del pariente. Francisco de Ayerbe se acerca a don Martín y le pregunta:

— ¿No sería mejor que fuera yo con ellos?

El caballero reflexiona, tan arriesgado es partir como quedar, coger el hato como envalentonarse, la cuestión es atinar para salvar la causa.

—Mejor será.

—Los llevaré a Tahuste… sé de buenos escondites por aquellos montes… y abundan los fueristas que nos ayudaran.

Francisco monta en otra caballería de los Heredia; van bien pertrechadas, con buenas sillas, mantas y alforjas llenas. Doña Isabel, que había entrado en casa, sale con la criada portando más talegos para colgar de la montura.

—Me parece que lleváis pocas viandas.

—Estoy en deuda con vos, doña Isabel, no os preocupéis… —agradece Pérez a la señora besándole de nuevo la mano—, vamos bien servidos.

Heredia sostiene la brida de la bestia y acariciando sus crines le dice al político:

—Es buena yegua, si necesitáis correr soltarle las riendas, ni hará falta que le clavéis espuelas, pero no la soltéis mucho, pues tirará a Bárboles que es su querencia.

—Gracias Diego… y a vuestra esposa —dice Pérez ofreciéndole ahora a él la mano—, ampararme a Mayorini, es fiel amigo; y un último favor os pido… que guardéis mis enseres…  y por encima de todos ellos aquel arcón que me traen los mancebos, que llevo allí mi vida a cuestas.

—No os preocupéis… y si necesitáis algo… mandar recado.

Por los callizos van en pos de la puerta Nueva en el muro de piedra, para desembocar en el descargadero de la leña en el Coso, y por allí cabalgan tomando los angostos de la morería y del barrio de los caldereros hasta el Hospital de Peregrinos, prefieren el camino del Juego de Pelota, y no el de la puerta de Baltax, pues Francisco de Ayerbe asegura que la de Santa Engracia tiene peores cadenas. Van seguidos de un gentío de devotos fueristas, de voceadores de toda condición; son críos malolientes, son cotillas ansiosos, son soldados que perdieron el jubón, hasta las viejas se asoman al pasar el tropel. El portón del muro de réjola no ofrece resistencia, el portero salió por pies nada más verlos y las cadenas siempre caen rompiendo un eslabón.

 

 

*               *               *  

 

Volvió la calma a la ciudad, cesaron las pedradas y los tiros, solo se escuchan rezos, jácaras, patrañas y lánguidas verdades; el Obispo nervioso y cabreado las escucha, y sobremanera las que afectan al Virrey, pues unos dicen que está muerto y otros que escondido; sobre el Gobernador tampoco mejoran las nuevas, cuentan que fue herido y aun así lo vieron correr como las ratas. Son gravísimos pecados que el pueblo pagará con penitencias; por ello el Obispo manda con urgencia que salgan en procesión los clérigos del lugar de los hechos: la iglesia de San Pablo. También establece que porten el Santísimo Sacramento y que los frailes de San Francisco y otros monjes les acompañen rezando el Ángelus.   

Ya en el verano hubo otras procesiones para pedir sosiego, también de pleitesía a los poderes terrenales, y otras más para implorar agua, ahora toca pedir misericordia. Así serpentean la parroquia y el mercado, parsimoniosos van hacia la puerta de Toledo cuando los relámpagos les sorprenden y los nubarrones les espantan, solo creen que es el colofón natural a la desdicha. Al llegar a las brasas de la batalla, los truenos ya retumban cercanos. Los romeros cantan misereres observando los despojos de la carnicería: un repugnante muladar de cuerpos desnudos, de huesos descarnados, de mierda estomacal, de moscas verdes; hubo mondongo en septiembre, esta noche olerán las chimeneas a carne asada. Arranca, entonces, un ventarrón agónico que limpia las pestes insalubres. Incipientes gotas salpican los cadáveres y tiñen de rojo el empedrado, pronto se convierten en granizos, que mitigan para transformarse de nuevo en agua. Los siervos del Señor menguan sus rezos al ver las piltrafas de varios hombres de calidad en la ciudad, ahora son cuerpos en remojo lapidados por la tormenta. Reconocen al antiguo zalmedina Pedro Geronymo Bardaxí, que en mayo fue enviado por el Concejo a pedir perdón al Rey; a Juan Luis Moreno, Bayle de Daroca y diputado la anterior añada; a Juan de La Sala señor de Samanés, y al escribano Juan de Palacios que era cuñado del regente Campi. Son los nombres de los muertos opulentos, no de los soldados, que ni los cuentan por no dar pábulo a la derrota. Mientras, la procesión avanza hacia el Convento de los Predicadores de Santo Domingo, al pasar por delante de la casa de los Mezquita se detiene, abren su puerta y salen corriendo el Virrey y su cortejo ocultándose en medio de los frailes.  Sigue la letanía hacía delante, y al recorrer un centenar de pasos vuelven a pararse, está vez delante del macizo palacio de los duques de Villahermosa. 

 

 

En la calle del Peso, don Martín de La Nuça mira por la ventana los rastros del pedrisco y le dice con sorna a su patrona:

—Por fin una rogativa sirve para algo.

—Al menos le quitará la roña a Antonio Pérez.



Parte 8.0 capítulo XII de la novela LA LIBERTAD EN 1591, Miguel Valiente, 2018. 514 páginas. Fragmento desde la página 169 a la 179.

Edición papel
Contraportada edición papel.
Edición pdf.
Edición personal, que Amazon no admite.