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lunes, 23 de diciembre de 2024

Danas, riadas y alarmismo climático

 https://theobjective.com/autor/javier-rubio/


Corto y pego este soberbio articulo de Javier Rubio Donzé en THE OBJECTIVE. 

Los períodos de enfriamiento han demostrado ser mucho más perjudiciales para la humanidad que los períodos de calor

El clima ha sido, a lo largo de la historia, un factor determinante en la configuración de las sociedades humanas. Los cambios climáticos, a menudo drásticos y aparentemente impredecibles, han influido en la prosperidad y el declive de civilizaciones enteras. Entre los episodios climáticos que conviene analizar se encuentran el Óptimo Climático Medieval (aproximadamente entre 900 y 1300), y la Pequeña Edad de Hielo (aproximadamente entre 1300 y 1850), dos períodos que ilustran cómo la temperatura puede alterar profundamente las estructuras económicas, sociales y culturales.

No obstante, resulta muy arriesgado atribuir al calentamiento global la intensificación de fenómenos que, con igual severidad, han ocurrido de manera recurrente tanto en épocas de enfriamiento como de calentamiento. Me refiero a fenómenos como las danas (anteriormente conocidas como gotas frías) o riadas, y en especial a la última ocurrida en Valencia. Los datos históricos dejan claro que no hay evidencia de una relación directa entre el calentamiento global y un incremento en la intensidad o frecuencia de las danas. Mucho antes de la era industrial y de las emisiones antropogénicas de CO2 a la atmósfera ya hubo avenidas mortíferas en la Península Ibérica, especialmente durante la Pequeña Edad de Hielo.

El Óptimo Climático Medieval, que se extendió aproximadamente entre los siglos IX y XIV, fue una época de temperaturas más cálidas que las actuales en diversas partes del hemisferio norte. Este período favoreció la agricultura, con cosechas abundantes y una expansión de los cultivos hacia regiones más septentrionales. Los nórdicos, por ejemplo, aprovecharon estas condiciones para colonizar Groenlandia, que por entonces presentaba vastas extensiones de terreno libre de hielo (por ello la llamaron Green Land o Tierra verde), e incluso para explorar América del Norte mucho antes de la llegada de Cristóbal Colón. En este contexto, la humanidad prosperó, expandió su comercio y experimentó un florecimiento cultural en buena parte de Europa. No obstante, estos períodos cálidos también presentaron retos como el aumento del nivel del mar, que afectó a muchas costas y comunidades ribereñas.

La transición desde este período benigno hacia la Pequeña Edad de Hielo estuvo marcada por eventos climáticos extremos, como la Segunda Inundación de San Marcelo en 1362. Esta gigantesca tormenta en el Atlántico golpeó Inglaterra, los Países Bajos, el norte de Alemania y Schleswig el 16 de enero de ese año. Se calcula que murieron entre 40.000 y 100.000 personas, y amplias extensiones de tierra fueron tragadas por el mar, dejando cicatrices imborrables en la geografía y la demografía. También encontramos eventos como la riada de 1421, conocida como la Inundación de Santa Isabel, que devastaron los Países Bajos, inundando 72 aldeas y causando la muerte de miles de personas.

La Pequeña Edad de Hielo, que tuvo lugar entre los siglos XIV y XIX, se caracterizó por un enfriamiento significativo, aunque irregular, del clima. Durante estos siglos, los inviernos se tornaron más largos y severos, los veranos fueron cortos, y las lluvias frecuentes arruinaron numerosas cosechas. Los glaciares avanzaron en los Alpes, engullendo aldeas enteras, mientras que ríos como el Támesis en Londres llegaron a congelarse, permitiendo la celebración de ferias sobre su superficie helada. Pero, más allá de esta anécdota pintoresca, las consecuencias sociales y económicas fueron devastadoras. La producción de alimentos disminuyó drásticamente, lo que generó hambrunas recurrentes y debilitó a la población frente a epidemias como la Peste Negra, que aniquiló a millones de personas en el siglo XIV. Se estima que entre un 30% y un 60% de la población europea murió durante esta plaga. 

En España, los efectos de la Pequeña Edad de Hielo se manifestaron de manera más tardía con respeto a Europa. Los efectos se tradujeron, también, en forma de lluvias torrenciales y riadas catastróficas, especialmente en el siglo XV, considerado la bisagra entre el Óptimo Climático Medieval y la Pequeña Edad de Hielo en nuestro solar ibérico. En este contexto, lluvias intensas y prolongadas, alternadas con sequías extremas, provocaron grandes inundaciones en todo el país.

Estas condiciones climáticas adversas, combinadas con los arrastres de sólidos y la fuerza de las aguas, llevaron a la desaparición de muchas estructuras romanas, como puentes, especialmente en la cuenca del Ebro, donde no queda ninguno en pie, como advierte el especialista en ingeniería romana Isaac Moreno Gallo. Pero incluso ríos «tranquilos» como el Guadalquivir han tenido episodios letales. Las diferencias entre la vertiente atlántica y la mediterránea también son claves para entender los desastres hídricos en España. El Ebro, que se desbordó con furia en 1448, 1582, 1605, 1617, 1643, 1775, 1787 y 1845, es un ejemplo paradigmático.

El puente de Zaragoza, cuyos arcos centrales se desplomaron tras la riada de 1643, es un buen testimonio de esta lucha entre el hombre y la naturaleza. La destrucción fue documentada en la Vista de Zaragoza, pintada en 1647 por Martínez del Mazo, discípulo y yerno de Velázquez. El catedrático de Física Teórica Alfonso Tarancón y el climatólogo Javier del Valle en su libro Premoniciones: Cuando la alerta climática lo justifica todo (2023), aclaran que «el periodo más duro de la Pequeña Edad de Hielo se alcanza a finales del siglo XVII, y en líneas generales coincide con el denominado ‘mínimo de Maunder’. Con este nombre se conoce a los años en los que el descenso en la actividad solar propició la práctica desaparición de manchas solares. Se calcula que durante este periodo la constante solar fue un 0,24% más baja con respecto a la actual».

En la vertiente mediterránea de la Península Ibérica, las gotas frías y danas han sido una constante histórica. Estas lluvias torrenciales, a menudo repentinas y devastadoras, han moldeado la historia hidrológica de la región. El Barranco del Poyo, cerca de Valencia, ha sido testigo de innumerables tragedias. Es a partir del siglo XIV, cuando comienza a recopilarse información más sistemática y detallada desde un punto de vista cronológico. En la región valenciana, por ejemplo, se han registrado 27 grandes riadas desde 1321 hasta la actualidad, lo que equivale a un promedio cercano a cuatro riadas por siglo.

En 1775, el botánico valenciano Antonio José Cavanilles documentó una de estas riadas, que destruyó casas y campos, causando una pérdida incalculable. La riada de Valencia en 2024, aunque reciente, se inscribe en este mismo patrón histórico. Con un caudal de 2.500 metros cúbicos por segundo, fue menos severa que la de 1982, cuando las aguas alcanzaron un impresionante caudal de 7.500 metros cúbicos por segundo. Estas cifras, junto con los registros históricos, desmienten las afirmaciones alarmistas que atribuyen estos eventos exclusivamente al cambio climático de los últimos años. Las riadas, como la que ha azotado Valencia en 2024 (en un periodo de calentamiento global), no son una novedad. Los registros demuestran que, durante la Pequeña Edad de Hielo, hubo muchos eventos similares igualmente calamitosos. 

El alarmismo climático, que culpa al calentamiento global de todos los desastres naturales, ignora las lecciones del pasado. Los geólogos Enrique Ortega Gironés, José Antonio Sáenz de Santa María Benedet y Stefan Uhlig destacan en su libro Cambios climáticos (2024) cómo las narrativas actuales tienden a simplificar los fenómenos naturales, pasando por alto ciclos climáticos que han existido mucho antes de la Revolución Industrial. La historia está llena de episodios que demuestran la recurrencia de cambios climáticos drásticos.

Uno de los más destacados es el enfriamiento global de 535-536, conocido como la Pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía. El historiador bizantino Procopio de Cesarea documentó cómo «Durante este año tuvo lugar el signo más temible. Porque el Sol daba su luz sin brillo, como la Luna, durante este año entero, y se parecía completamente al Sol eclipsado, porque sus rayos no eran claros tal como acostumbra. Y desde el momento en que eso sucedió, los hombres no estuvieron libres ni de la guerra ni de la peste ni de ninguna cosa que no llevara a la muerte. Y sucedió en el momento en que Justiniano estaba en el décimo año de su reinado». Este enfriamiento, provocado por erupciones volcánicas masivas que generaron un gran velo de polvo en la atmósfera, duró varios años. Las consecuencias fueron terribles: malas cosechas, hambrunas y la propagación de la Peste de Justiniano, que diezmó al Imperio bizantino.

La actividad volcánica ha demostrado ser un actor clave en los cambios climáticos globales, llegando a alterar, en no pocas ocasiones, el curso de la historia. La erupción del volcán Laki en Islandia, que comenzó el 8 de junio de 1783 y se prolongó durante ocho meses, tuvo repercusiones significativas. Enormes cantidades de gases tóxicos, como dióxido de azufre y fluoruro de hidrógeno, fueron liberados y ascendieron a las capas superiores de la atmósfera. La dispersión de estos gases formó una densa niebla que cubrió Europa, provocando problemas respiratorios en la población y reduciendo la luz solar, lo que llevó a un enfriamiento temporal del planeta. Este descenso de las temperaturas resultó en inviernos más severos y veranos inusualmente calurosos, afectando negativamente las cosechas y desencadenando hambrunas en diversas regiones.

En Francia, la crisis agrícola y la escasez de alimentos generaron un profundo malestar social. La combinación de sequías y lluvias intensas arruinó las cosechas, exacerbando la pobreza y el hambre entre las clases más desfavorecidas. Este contexto de descontento y desesperación fue un factor que, según muchos historiadores, contribuyó al estallido de la Revolución Francesa en 1789. También la erupción del Tambora en Indonesia, el 10 de abril de 1815, expulsó inmensas cantidades de ceniza a la atmósfera, reflejando la radiación solar y provocando un enfriamiento significativo. El «año sin verano» de 1816, consecuencia directa del Tambora, llevó a crisis alimentarias en Europa y América del Norte. Estos eventos nos recuerdan que la naturaleza tiene mecanismos propios para alterar el clima, ajenos al hombre, y a menudo con aciagas consecuencias para la humanidad.

En suma, los períodos de enfriamiento han demostrado ser mucho más perjudiciales para la humanidad que los períodos de calor. Mientras que el Óptimo Climático Medieval facilitó exploraciones, avances tecnológicos y prosperidad económica, los siglos de frío trajeron hambre, pandemias y conflictos. También lo vemos en el periodo de calentamiento que estamos viviendo desde hace casi 200 años. Así lo resumen los geólogos anteriormente citados: «Con el aumento de temperatura [a partir de la segunda mitad del siglo XIX], los períodos vegetativos se fueron alargando, las heladas de primavera fueron menos frecuentes, más cortas y menos intensas. En realidad, deberíamos alegrarnos de esta evolución, en vez de demonizar el periodo cálido actual, que ha favorecido el enorme desarrollo de la humanidad.

El calentamiento ha permitido también que las rutas marítimas del nordeste y noroeste, al norte de los continentes euroasiático y americano, estén libres de hielo flotante durante varios meses al año, permitiendo la utilización de rutas más rápidas entre el Atlántico y el Pacífico, además de la posibilidad de realizar pesquerías de forma estable en latitudes del Océano Ártico muy alejadas del trópico de Capricornio. Esta situación tampoco es nueva. A lo largo de la historia, se puede verificar que los períodos cálidos han sido siempre etapas de prosperidad cultural y civilizadora, como ocurrió, por ejemplo, hace unos 2000 años durante el apogeo del Imperio romano.

En general, la existencia de condiciones climáticas benignas permitió mejores cosechas, el aumento de la población, la división del trabajo por especialidades, el incremento del comercio suprarregional, la prosperidad y el aumento de las inversiones en cultura y educación. Resulta indicativo que durante los siglos XII y XIII se fundaron miles de ciudades en Europa. Sin embargo, los períodos fríos, tanto en Europa como en Asia, estuvieron marcados por hambrunas, enfermedades, guerras y migraciones de pueblos enteros».

domingo, 7 de mayo de 2023

La Zaragoza que se fue.

 Pero todavía nos quedan las fotos.

Barrio de la Cedacería, una parte del Barrio de san Pablo, la toponimia del oficio de fabricar velas y cirios. 
Barrio de la Cuchillería, o el barrio de los libreros hasta comienzos del siglo XX. Fotografía del entierro de Joaquín Costa en 1911.
Calles del barrio de san Pablo de Zaragoza, se creo en la expansión medieval de la ciudad, cuando los aragoneses la conquistan. Hasta entonces la Medina Albaida (la ciudad blanca de la taifa) era gobernada por el imperio almorávide, con el emir Muhammad ibn al-Haŷŷ entre 1110 y 1115, y el emir Ibn Tifilwit tras él, que nombró al filósofo y científico Avempace como gran visir (una muestra de la actitud heterodoxa del mundo musulmán de aquella época, en contraste con la actual) En marzo de 1118, Alfonso I “el Batallador”, sitia la ciudad desde  el norte, concretamente desde el castillo de Juslibol (Deus o vol, traducido como “Dios lo quiere”) el castillo de Miranda y el villorrio de El Castellar (hoy dentro de un campo de maniobras del ejército) y gana la cruzada con tropas almogávares, caballeros occitanos, y las órdenes militares.

          Callejón del barrio de san Pablo.


Basílica de Nuestra Señora del Pilar con una sola torre, foto de comienzos del siglo XX.

Basílica menor de Santa Engracia.

El Coso de Zaragoza a la altura del Teatro Principal.

Fotografía del año 1877 de gran calidad, superior a muchas posteriores. Fachada del Palacio de los Luna o de los Morata, convertido tras la demolición del Palacio de la Diputación del Reino a comienzos del XIX, en Real Audiencia del Territorio. 

El Coso de Zaragoza y el Casino Mercantil, epicentro de la alta sociedad en las décadas del franquismo.

Arco del Deán en la confluencia de las calle del Deán, Palafox y Pabostria, la actual parte posterior de la Catedral de La Seo, en su tiempo la puerta principal, por donde pasaban los reyes y reinas de Aragón cuando eran coronados en el histórico templo.

El último trolebús de Zaragoza, de la Ciudad Jardín hasta la plaza san Miguel. Fotografía de los años 70 en la salida y giro de la calle Franco y López a la calle Duquesa Villahermosa en dirección al final de línea en la esquina con la calle Delicias.

Calle Palafox en dirección a La Seo, a la izquierda el palacio familiar del sátapra. Fotografía de 1930.

Palacio de los marqueses de Montemuzo en la calle Santiago. Fotografía de 1972.

Confluencia de las calles Cerdán y Escuelas Pías con el Coso y la calle General Franco (hoy Conde de Aranda y antes de General Franco también Conde de Aranda) 

Calle san Félix. Fotografía de 1967.

Detalle del patio interior de la Casa Zaporta, o palacio de Gabriel Zaporta, actualmente llamado Patio de la Infanta (es lo único que subsiste todavía), y sito dentro de la sede central del banco Ibercaja en  Plaza Paraíso. Originariamente se encontraba entre calle san Jorge y san Andrés de Zaragoza, y fue demolido en 1903. 

Casa palacio de los Torrero, sito en la actual plaza Ariño. Foto de 1970.

Catedral de La Seo de Zaragoza. Foto de 1889. Todavía con el arco del palacio arzobispal.

Año 1915. La catedral del Pilar y la iglesia de san Juan de los Panetes desde la ribera del Ebro, actual Paseo Echegaray y Caballero. 

Puerta del Duque, puente sobre el río Huerva, e iglesia de san Miguel de los Navarros al fondo.

Iglesia de san Miguel de los Navarros con los carros aparcados esperando clientes.

Año 1889. Fachada del palacio de la Lonja, con andamios, en la actual calle don Jaime, el Puente de Piedra al fondo, y transitando un tranvía de mulas, la línea número 13.

Año 1889. Portada del palacio de los Luna o de los Morata.

Foto de 1930. Palacio de Sora, desaparecido en la creación de la calle San Vicente de Paul, hoy ocuparía la calle Santo Dominguito de Val.

Plaza del Reino, también desaparecido por la creación de la calle San Vicente de Paul. Eran la Casas de los diputados del Reino que vivían fuera de Zaragoza. Después fue la Escuela de dibujo creada por Juan Martín de Goycoechea para la Real Sociedad Económica Aragonesa Amigos del País. Foto de 1876.

Palacio de los Pardo, en la calle Mayor, el Cardo Máximo romano, hoy calle Espoz y Mina. Edificio propiedad de la Función Ibercaja y sede del Museo Goya, o Museo Camón Aznar.
Año 1950. Pasarela de Macanaz que sustituyo a la barca del tío Toni, después construyeron el actual Puente de Santiago. La pasarela tenía peaje, puede verse la caseta de cobro bajo las torretas de celosía.

Paseo de María Agustín, otro de los innumerables nombres de los héroes y heroínas de los Sitos que salpican el  callejero zaragozano.

Foto de 1899. Entonces Paseo del Ebro, hoy Paseo de Echegaray y Caballero.

Monumento al Justicia de Aragón en la Plaza Aragón. En anteriores post ya hicimos cumplida reseña de su edificación.

Monumento a los Mártires zaragozanos en entonces Plaza de la Constitución, hoy Plaza de España.

Plaza de la Magdalena, a la izquierda la Universidad de Zaragoza, derribada vergonzosamente en la década de 1970.

Año 1889. Plaza de san Felipe, la Torre Nueva todavía esta en pie y los zaragozanos no parecen tener miedo a que se caiga. Una de las grandes cacicadas históricas del Ayuntamiento de Zaragoza, junto con el derribo del Palacio de la Diputación del Reino.

Foto de 1903 o 1904. Mercado Central de Zaragoza. Se vendió como un adelanto y no fue tal.

Plaza del Mercado antes de la construcción del edificio diseñado por Félix Navarro en 1895. El Torreón de la Zuda al fondo. Se elimino la única gran plaza de la ciudad y la vía natural de comunicación entre la ciudad y el Arrabal, la orilla norte del Ebro que decidieron los meapilas que fuera edificable en los años 60 del siglo XX.

Obras del Mercado Central de Zaragoza. Foto hacia 1896 en dirección al sur de la ciudad. Se aprecian las grandes piedras de la muralla romana. 

Plaza del Mercado en 1889. Se ve el Torreón de la Zuda al final, en dirección al Ebro.

Año 1889, la entonces Plaza de Pignatelli con la estatua del ilustrado en el centro, luego fue traslada hasta la actual ocupación del parque Pigantelli en el Paseo de Cuellar. Es la Plaza de Aragón actual, con la estatua del Justicia. Zaragoza es una ciudad que ha gustado de cambiar las estatuas de sitio, y no tenían ruedas. 

Año 1889. Plaza del Portillo. Irreconocible, pero se ve la Iglesia de Santiago el Menor, la torre de san Miguel, de  san Gil, de la Magdalena, la Torre Nueva, la torre y cimborrio de La Seo, la Manteria, san Cayetano, El Pilar, y la torre de san Pablo. Una ciudad con muchas torres, que los edificios del siglo XX fueron ocultando.

Foto anterior a 1880, Puente del América sobre el Canal Imperial de Aragón, el auténtico, no el actual que es una construcción del modernismo de inicios del XX. A la izquierda la dársena de los barcos, demolida, hoy oficinas de la Confederación Hidrográfica del Ebro.

Puerta del Carmen en uso carretero.

Puerta del Carmen, foto de 1889. Todavía algunos vecinos usaban calzón y cachirulo. Al fondo la torre de san Pablo.

Antigua Plaza de Huesca, torre de la Iglesia de san Juan de los Panetes en 1931.

Foto de 1934, se aprecia la Plaza de Huesca, san Juan de los Panetes, el Torreón del Zuda, y la crecida del Ebro, al fondo el puente del Ferrocarril que salía de la Química, en el barrio de la Almozara, e iba hasta la Estación del Norte en el barrio del Arrabal (nombre en aragonés, pero los finolis paletos del ayuntamiento le rebautizaron como el Rabal -a modo barcelonés-) 

Portada de la Iglesia de san Juan de los Panetes en 1932. Se aprecian las piedras de la muralla romana.

Iglesia del convento de san Nicolás de Bari en 1889, con la mula aparejada en la puerta.
Torre Nueva  en 1899 derribada por el caciquismo en el año 1892. La Torre de Pisa está mucho más inclinada.

Torreón de la Zuda entre las casas de la demolida calle Antonio Pérez, ¿no merece el político fuerista que le restituyan su nombre?, ¿y el revisionismo histórico? y de paso, también merecerían una calle don Diego de Heredia (su nombre aparece en las lápidas del Congreso de los Diputados de Madrid) y don Martín de Lanuza, los líderes de la Rebelión de 1591.

Foto de 1952. Torreón de la Zuda, Iglesia de san Juan de los Panetes, calle Antonio Pérez en la época franquista, que los albores de la democracia se cargó y los actuales gerifaltes ignoran, incluyendo a los que se vanaglorian de aragonesistas, es decir: todos.

Calle Imperial fue el nombre que sustituyo a la calle Antonio Pérez, cuando tiraron las casas que se apoyaban en las murallas romanas de Zaragoza, como también se apoyaban en ella la Cárcel del Rey, junto a la Puerta de Valencia, y en el otro extremo, la Cárcel de los Manifestados, donde estuvo preso el que fuera ministro del rey Felipe II: Antonio Pérez. 

En 1889 el Torreón de la Zuda en la calle Antonio Pérez era una casa normal y corriente. 

Año 1957, inauguración del estadio de futbol de la Romareda, pagado por el consistorio de la ciudad para disfrute del Real Zaragoza. Obsérvense las ubérrimas huertas en lo que hoy son las calles Asín y Palacios, Condes de Aragón y Gómez Laguna. A la izquierda las naves de la antigua Feria de Muestras, y su Pabellón Francés. La foto está hecha desde la entonces Residencia Calvo Sotelo, o Casa Grande, hoy Hospital Miguel Servet.

Calle Murallas Romanas en 1985. La cabra y los gaiteros. !el espectáculo debe continuar!