lunes, 10 de febrero de 2020

JULIO ANDRADE COLA (Granada, 4 de octubre, 1928-Tres Cantos, 8 de febrero de 2020)


               
 LA MUERTE DEL LEGIONARIO

(Segundo capítulo del libro de Julio Andrade Cola: PASOS ERRANTES,1997)

Hace tiempo que quería escribir algo relativo a la Legión, y especialmente en recuerdo del legionario muerto el 15 de febrero de 1.958 en la posición de la cota 277 de Ifni.
El relato se aparta de toda esa fanfarria seudo-heroica que siempre acompaña a las narraciones bélicas, en especial las referidas a legionarios. En ellas parece que los legiona­rios mueren siempre asaltando parapetos, acuchillando enemigos y cantando el "novio de la muerte", como si de una ópera se tratara.
    La verdad es distinta: Desde que la Legión fue creada, los legionarios han muerto a millares de forma obscura y callada, mientras marchaban, cavaban trincheras, arrastraban cañones, o simplemente se fumaban un cigarrillo al Sol.
    Precisamente, la muerte del legionario es la que pasa más desapercibida, la que menos se airea, porque la Legión, las tropas Regulares Indígenas, las Mehal-las, las Harcas y Mehaz­nías, fueron creadas, y utilizadas, para que los muertos de reemplazo, en las guerras coloniales, no crisparan a la opinión pública de las metrópolis, siempre muy sensible con estos sacrificios. Los muertos de estas tropas que he mencionado no alteran a los ciudadanos y ni siquiera se citan en los partes de guerra.
      Y el legionario lo sabe. Está en el lugar del peligro para eso; para morir en cualquier momento y en cualquier forma, sin que se sepa más allá del pequeño círculo de su Unidad, ahorrando sangre de ciudadanos de la nación que lo contrató, y aún así es generoso con su vida.
     En homenaje a esa muerte obscura, silenciosa y silenciada, que por ello está llena de grandeza, es a lo que responde este sobrio relato.

                     .....................

     -"Pedro, ¿Quieres vigilar un momento que tengo que hacer una cosa?"
     -"Sí, puedes ir"

     Se sentó en la trinchera tras el fusil ametrallador y echó una distraída mirada hacia el campo de chumberas que, a unos cien metros de distancia, se extendía por una loma rodeada de una pared de piedra medio caída. Los moros acostumbraban a bajar por el barranco que había detrás de dicha loma y se apostaban allí para hostigar la posición. Durante el día no creaban otro peligro que el de hacer alguna baja con sus disparos, así es que, a esta hora de la tarde, no iban a atacar atravesando el llano despejado que había hasta llegar a la posición. En realidad se estaba allí porque siempre debía haber alguien cerca de cualquier arma automática, fuera ametralladora o fusil ametrallador.

     Aquella tarde de febrero, allí, en Ifni, el tiempo era primaveral, incluso había golondrinas. Tenía el Sol de espaldas y se sintió a gusto. Encendió un cigarrillo y sonrió para sus adentros.

     Su compañero le había llamado "Pedro" y él había respondido. ¿Pero se llamaba realmente "Pedro"?. Bueno, al menos con ese nombre se había alistado. En esta Unidad se tenía la ventaja de que cualquiera que no estuviera conforme con el nombre que le habían puesto al nacer, bien por capricho de la madre, la abuela, o la tía solterona que hacía de madrina, podía ponerse el que quisiera sin otro requisito que decirlo al alistarse en el Banderín de Enganche.

     Era curioso que la mayoría cambiaba sus apellidos, pero no su nombre de pila. Suponía que era más fácil acostumbrarse a nuevos apellidos que a un nuevo nombre.

     Con poca imaginación, algunos se ponían nombres de persona­jes históricos, y otros, más retorcidos, se ponían el de algún individuo al que tuvieran fila (o fuese un rival), haciéndo­se a la idea que con ello se condenaba al otro, en su propia persona, a los avatares legionarios.

     Bueno, él mismo se había puesto Pedro porque, al preguntarle su nombre, se acordó del personaje de la película "La Bandera" Pierre Gilliet.

     La verdad era que, si alguien lo llamara por su verdadero nombre y apellidos, a lo mejor no se daba por aludido.

     ¡Cuánto tiempo hacía! ... ¿Podría reconstruir en su mente el pasado?...

     En la fraseología legionaria, el pasado "no cuenta", y algunos toman estas palabras al pie de la letra. No, sin un pasado determinado, no habría legionarios; precisamente porque hay un pasado, siempre candente desde el punto de vista personal, es por lo que un hombre se alista a la Legión.

     La frase, lo que quiere decir, es que en la Legión, el individuo sólo cuenta y sólo da cuenta de sus actos, desde que se alista aquí.

     El también tenía su pasado; parecía lejano, menos en uno de sus puntos, precisamente el determinante de su situación, que siempre estaba en su pensamiento.

     Había nacido en una familia de clase media acomodada. Era el menor de los hermanos, que le llevaban bastante edad. Sus padres eran ya mayores cuando nació.

     Sus hermanos casi, se puede decir que, le habían ignorado, salvo por alguna broma que le hubieran gastado; sus hermanas lo habían usado como muñeco hasta que entraron en la edad del coqueteo. Tanto unos como otras se casaron y salieron­ fuera de su círculo familiar inmediato cuando él aún era pequeño.

     Su madre era una mujer santurrona y beata que estaba más entre ánimas benditas y santos que en las cosas de la casa.

     A su padre lo veía poco. Además no recordaba haber hablado con él, fuera de las frases cortas y rituales de saludo. Jamás le había regañado, y tampoco le había felicita­do.

     En cuanto al capítulo de amigos, podría decirse que, por su carácter tímido y retraído, nunca los había tenido; no recordaba haber intimado con ninguno de sus compañeros de clase, ni en el colegio, ni en el Instituto. Apenas si recordaba un par de nombres de todos los compañeros que habían coincidido en las distintas clases.

     Más relación había tenido con chicos de la vecindad, que lo toleraban en sus juegos, especialmente porque nunca ponía pegas a nada y ocupaba en los juegos el lugar que le asignaban sin protestar, que en general era el más desairado y que nadie quería. Tampoco se le ocurrió nunca optar a la jefatura del grupo que siempre recaía en dos de sus vecinos.

     En cuanto a chicas, los chicos del barrio siempre estaban hablando de sus "novias", pero él, aunque alguna de su calle le gustaba, jamás se acercó a ninguna. Se hubiera muerto de vergüenza antes que acercarse a una.

     Tampoco se integró en los chicos de Falange que desfilaban cantando con gran marcialidad por las calles de sus ciudad. Si, le gustaban los desfiles y los uniformes, pero su timidez era tal que no se sentía capaz de integrarse en la organización y asumir esas actitudes marciales y fanfarronas.

     Terminó sus estudios de Bachiller sin pena ni gloria y tuvo que decidir sobre la carrera a elegir en la Universidad.

     En aquella época, las carreras más cotizadas eran la de Ingenieros de Caminos, Veterina­ria y Medicina, seguidas por la de Derecho. La de Filosofía y Letras era considerada como especial para mujeres.

     A él le había gustado mucho leer, quizás inducido por su carác­ter melancólico y retraído, que le hacía buscar cierta sole­dad.

     En su casa había una buena biblioteca, cuyo origen descono­cía, porque nunca había visto ni a sus padres ni a sus hermanos con un libro en las manos. Pensaba que sería de algún antepasado más o menos ilustrado y volteriano, ya que en ella había libros de los considerados entonces como nefastos, tanto en el orden religioso, como en el ideológico y el moral. Afortuna­da­men­te, pensaba, al no leer nadie de su familia, no se habían percatado de semejante polvorín.

     El, en las largas y aburridas tardes de invierno, había ido leyendo casi todos los libros de la biblioteca. Al principio, los autores le resultaban desconocidos, pero a lo largo del Bachi­ller, al estudiar Literatura, se había ido enterando de la vida de sus autores y de la calificación que atribuían a cada uno los profesores de aquella época.

     Estas lecturas le gustaban porque especialmente las de las novelas, le hacían identificarse con los personajes, y en su imagina­ción se convertía en un héroe, en un villano, amante de una hermosa dama, o un lucha­dor violento (Como el Alvarito Sánchez de Mendoza de "Las figuras de cera" de Pío Baroja).

     Se decidió a elegir la carrera de Filosofía y Letras, rama de Historia o Literatura; luego haría oposiciones a cátedra de Instituto y su vida transcurriría en esa cómoda rutina que tanto le gustaba.

     En la Facultad de Letras la mayoría de los alumnos eran chicas a las que él trataba con cierta timidez y desconfianza.

     Pero de repente todo cambió. Como si un huracán hubiera cogido desprevenida a una barquichuela en medio del océano, así le ocurrió a él.

     ¿Cómo empezó la catástrofe?. Como casi todas, de forma banal.

     Se quitó el gorro y se pasó la mano por la cabeza:

-"¡Joder! me estoy quedando calvo".

     Su pelo, de un rubio rojizo pálido, era tan ralo que ya apuntaba la calvicie. Para compensar (como la mayoría de los calvos) se había dejado una pequeña barbilla que, como su pelo, también era de color rojizo.

     Sus rasgos afilados y nariz aguileña le daban un aire de monje franciscano..

     Sacó una cajetilla de tabaco, cuya envuelta era poco más que de papel de estraza, y en la que venía impresa la cara de un individuo con una barba enorme y la marca "Krüger", cuyo nombre le sonaba a un bóer sudafricano. Este tabaco era extraor­dinaria­mente fuerte, pero ¿Qué le iba a hacer?, era barato y en el territorio no había mucho dónde elegir. De todas formas encendió un cigarro y vio subir el humo casi vertical en aquella atmósfera de la apacible tarde africana.

     Volvió a sus pensamientos.

     Entre sus compañeras de clase, una, por curiosidad ante su timidez, por aburrimiento, por diversión, o ¡Vaya usted a saber por qué!, se le acercó y estableció una relación amistosa con él que no pudo eludir.

     La chica le gustó mucho, y él no estaba preparado para esta relación, que se fue haciendo cada vez más íntima y, sin poderlo evitar, se enamoró hasta los tuétanos de ella como un tonto o, por mejor decir, como un novato. Con la desesperación de su propia timidez reunió el valor suficiente para decírselo a la chica.

     Ella no lo rechazó; debió encontrarlo divertido, y se inició una relación amorosa en la que él ponía toda la vehemencia del neófito y ella una tolerante reserva.

     Pese a su falta de experiencia en estas cuestiones, se dio cuenta pronto de que en aquellas relaciones el amor sólo lo ponía él.

     Cuando pasó cierto tiempo, no mucho, los síntomas de aburrimiento de ella y su coqueteo con otros chicos, en especial con uno de sus compañeros, lo sumieron en un torbellino de celos y desesperación.

     Cuando le planteó la cuestión, ella aprovechó la ocasión y dio por terminadas sus relaciones, que tal vez, pensaba él, habría iniciado como una forma de interesar al otro.

     No quiso demostrar el infierno a que se vio sometido, y pensó en alejarse de la chica para que, poco a poco, fuera quedando en el olvido (si era posible) esta desgarradora experien­cia. Sin embargo la chica no lo dejó en paz, y debió considerarlo como un trofeo de su propiedad por lo que, de vez en cuando, se le acercaba y le demostraba (o aparentaba) un cierto afecto o interés, pero si él pensaba que era un intento de reanudar las relaciones, pronto lo desengañaba con un desplante o una actitud desdeñosa.

     Aquella situación se le hizo intolerable y pensó abandonar la Facultad, pero sus emociones eran contradicto­rias, pues si, por un lado quería alejarse, por otro, era incapaz de dejar de verla, abrigando cierta esperanza de arreglo.

     Una tarde, al pasar junto a un bar, atrajo su atención un cartel de propaganda pegado junto a la puerta, que invitaba al alista­miento en la Legión. Lo miró con extrañeza, como si lo viera por primera vez, y     sintió que iba a hacer algo trascenden­tal en su vida. Sin pensarlo, entró en el bar y pidió una copa de coñac. Pese a que no era bebedor y el coñac debía ser bastante malo, ni se enteró. Salió de nuevo a la calle y se quedó mirando el cartel. Volvió a entrar en el bar y se tomó otra copa. Luego, con decisión, y sin mirar el cartel, se dirigió al Banderín de Enganche, cuyas señas tenía en su memoria.

     A partir de este momento todo fue como un sueño en el que iba flotando de un lado para otro.

     Fue destinado a la 9ª Bandera del III Tercio, que estaba en el T`Zenín de Sidi Yamani, cerca de Arcila, luego, cuando crearon el IV Tercio, fue a Villa Sanjurjo (Alhucemas). Al cumplir su compromiso volvió a alistarse, pero en Riffien (Ceuta), en la 6ª Bandera del II Tercio.

     Cuando empezaron los follones en el Sahara llevaron allí a la Bandera, y ahora estaba en Ifni.

     Aunque pareciera mentira, dado su carácter reservado y tímido, no se había encontrado extraño en la Legión. Los primeros días habían sido de locura aprendiendo la instrucción y la mentalidad de aquel Cuerpo militar, y, como era usual se llevó alguna que otra bofetada, cosa sin importancia en estas tropas, pero no tardó en identificarse con su nueva situación.

     Allí nadie hablaba de sus problemas, y cuando alguno lo hacía, siempre era de forma parcial o mintiendo. La leyenda de que en la Legión se escondían feroces asesinos era falsa; algún ratero sí que había. Lo que sí intuyó fue que la mayoría de los legionarios estaban, como él, por situaciones que, en sus mentes, resultaban intolerables (aunque objetivamente fueran una tontería).

     Nadie llevaba en su pecho "una carta y un retrato de un divina mujer". Ninguno decía, como no fuera en broma, que era "novio de la muerte", pero sí era cierto que "un gran dolor les roía el corazón".

     Todos esos "slogans" atribuidos a la Legión, eran más de consumo externo que interno. Aunque, al cabo de cierto tiempo, el legionario se sentía orgulloso de serlo, cualquie­ra que fuese la causa de sus alistamiento, y que pocas veces era por espíritu militar. Orgullo que persistía, como había podido comprobar, incluso, en los que ya no estaban en este Cuerpo.

     El, poco después de alistarse, pensó si se habría equivoca­do en su decisión; pero no, había acertado. Aquí se trataba a los soldados como hombres, no como niños, sin paterna­lismo alguno. Se les exige aguante y disciplina sin contemplacio­nes, pero nada más. La soledad interior es sagrada; nadie te preguntará nada sobre tu vida y tus emociones. Todos respetan tu intimidad y ni siquiera tratan de consolarte con falsa o verdadera compasión. Ni los compañeros ni los Oficiales.

     Algunas veces, un legionario se acerca a un Oficial para desahogar su conciencia, su corazón o su mente. El Oficial lo atiende siempre y lo escucha en silencio, con algunas breves observaciones sobre lo que le cuenta, pero sabe que no debe inmiscuirse en sus problemas, porque el legionario sólo quiere charlar (como en confesión), y que luego se olvide lo hablado. También sabe el Oficial que el relato no es cierto en toda su extensión y que en él hay muchas cosas falsas, bien sea de forma consciente o inconsciente. Así es, que terminada la conversación (más bien monólogo) y tomados unos vasos de vino, la cosa queda concluida de forma absoluta.

     Algunos se emborrachan, pero ni aún en ese estado dejan escapar sus verdaderos problemas. Otros toman por confesor a las putas del poblado, pero todos son celosos de su intimidad y, respetan la de los demás.

     Para él esto era lo mejor de la Legión, porque su carácter reservado y tímido no le hacía proclive a confesiones y entre sus compañeros se sentía seguro, y su caos mental se había remansado.

     "¿Qué futuro tenía?".

     Se encogió de hombros; como dice la canción "la vida es un azar y al azar dejas tu suerte"...

     Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de su compañero que se sentó junto a él y dijo:

     -"Voy a limpiar el fusil"

     Por la explanada que había tras de ellos, completamente al descu­bier­to, paseaba el furriel de la Compañía, con su tremendo cuchillo de carnicero al cinto. Los moros empezaron a dispararle, sin que el furriel se inmutara, ni acelerara el paso.

     Pedro lo miró y dijo a su compañero:

     -"A ese le van a dar un tiro"

     Y añadió:

     -"Bueno, yo también voy a limpiar mi fusil".

     Se incorporó para cogerlo del parapeto, donde lo tenía apoyado, y de repente creyó que todo el Universo le había caído sobre la cabeza, al tiempo que oía gritar a su amigo en medio de una detona­ción ensorde­ce­do­ra, y una ola negra y profunda lo envolvía, acolchando todas sus sensaciones.

     -"¿Qué ocurría?"

     Fue lo último que pensó.

     Su compañero, lleno de rabia enderezó el fusil ametrallador y disparó varias ráfagas contra las chumberas de las que habían partido los disparos, mientras otros compañeros recogían a Pedro y lo llevaban al interior de la kabila, donde el sanitario y los oficiales comprobaron que estaba muerto.

     Una bala le había entrado por la parte superior de la cabeza. Aún se le movían levemente algunos músculos del vientre.

     La muerte no le había desfigurado el rostro. Parecía dormido; un poco pálido y su nariz aguileña, algo desollada al caer de bruces sobre el parapeto, parecía más afilada.

     El Cabo 1º recogió sus cosas y las estaba envolviendo, cuando el Oficial de ametralladoras le pidió un cigarro; el Cabo 1º le dio uno de la cajetilla inacabada de Pedro.

     El legionario muerto fue envuelto en una manta y llevado en una camilla, seguido por su Capitán, su Teniente y el de las ametralladoras, hasta la kabila que había a retaguar­dia, donde fue subido en un camión para ser conducido a Sidi Ifni.

     Cuando el camión se puso en marcha, los tres oficiales saludaron sin decir nada y volvieron a la posición hablando de cosas intrascendentes.

     Así, de esta forma tan simple y sencilla, murió el legiona­rio Pedro, convirtiéndose en uno más de esos legionarios anónimos muertos en combate.

     ¡Gloria a ellos!


     Zaragoza 7 de septiembre de 1.996  



   

Un fragmento del libro 

PASOS ERRANTES (1997) 

de Julio Andrade Cola.