La primera idea, el ramalazo inicial, la ocurrencia previa, el antojo, el capricho, las ganas:
En la vertiente mediterránea de la Península Ibérica, las gotas frías y danas han sido una constante histórica. Estas lluvias torrenciales, a menudo repentinas y devastadoras, han moldeado la historia hidrológica de la región. El Barranco del Poyo, cerca de Valencia, ha sido testigo de innumerables tragedias. Es a partir del siglo XIV, cuando comienza a recopilarse información más sistemática y detallada desde un punto de vista cronológico. En la región valenciana, por ejemplo, se han registrado 27 grandes riadas desde 1321 hasta la actualidad, lo que equivale a un promedio cercano a cuatro riadas por siglo.
En 1775, el botánico valenciano Antonio José Cavanilles documentó una de estas riadas, que destruyó casas y campos, causando una pérdida incalculable. La riada de Valencia en 2024, aunque reciente, se inscribe en este mismo patrón histórico. Con un caudal de 2.500 metros cúbicos por segundo, fue menos severa que la de 1982, cuando las aguas alcanzaron un impresionante caudal de 7.500 metros cúbicos por segundo. Estas cifras, junto con los registros históricos, desmienten las afirmaciones alarmistas que atribuyen estos eventos exclusivamente al cambio climático de los últimos años. Las riadas, como la que ha azotado Valencia en 2024 (en un periodo de calentamiento global), no son una novedad. Los registros demuestran que, durante la Pequeña Edad de Hielo, hubo muchos eventos similares igualmente calamitosos.
El alarmismo climático, que culpa al calentamiento global de todos los desastres naturales, ignora las lecciones del pasado. Los geólogos Enrique Ortega Gironés, José Antonio Sáenz de Santa María Benedet y Stefan Uhlig destacan en su libro Cambios climáticos (2024) cómo las narrativas actuales tienden a simplificar los fenómenos naturales, pasando por alto ciclos climáticos que han existido mucho antes de la Revolución Industrial. La historia está llena de episodios que demuestran la recurrencia de cambios climáticos drásticos.
Uno de los más destacados es el enfriamiento global de 535-536, conocido como la Pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía. El historiador bizantino Procopio de Cesarea documentó cómo «Durante este año tuvo lugar el signo más temible. Porque el Sol daba su luz sin brillo, como la Luna, durante este año entero, y se parecía completamente al Sol eclipsado, porque sus rayos no eran claros tal como acostumbra. Y desde el momento en que eso sucedió, los hombres no estuvieron libres ni de la guerra ni de la peste ni de ninguna cosa que no llevara a la muerte. Y sucedió en el momento en que Justiniano estaba en el décimo año de su reinado». Este enfriamiento, provocado por erupciones volcánicas masivas que generaron un gran velo de polvo en la atmósfera, duró varios años. Las consecuencias fueron terribles: malas cosechas, hambrunas y la propagación de la Peste de Justiniano, que diezmó al Imperio bizantino.
La actividad volcánica ha demostrado ser un actor clave en los cambios climáticos globales, llegando a alterar, en no pocas ocasiones, el curso de la historia. La erupción del volcán Laki en Islandia, que comenzó el 8 de junio de 1783 y se prolongó durante ocho meses, tuvo repercusiones significativas. Enormes cantidades de gases tóxicos, como dióxido de azufre y fluoruro de hidrógeno, fueron liberados y ascendieron a las capas superiores de la atmósfera. La dispersión de estos gases formó una densa niebla que cubrió Europa, provocando problemas respiratorios en la población y reduciendo la luz solar, lo que llevó a un enfriamiento temporal del planeta. Este descenso de las temperaturas resultó en inviernos más severos y veranos inusualmente calurosos, afectando negativamente las cosechas y desencadenando hambrunas en diversas regiones.
En Francia, la crisis agrícola y la escasez de alimentos generaron un profundo malestar social. La combinación de sequías y lluvias intensas arruinó las cosechas, exacerbando la pobreza y el hambre entre las clases más desfavorecidas. Este contexto de descontento y desesperación fue un factor que, según muchos historiadores, contribuyó al estallido de la Revolución Francesa en 1789. También la erupción del Tambora en Indonesia, el 10 de abril de 1815, expulsó inmensas cantidades de ceniza a la atmósfera, reflejando la radiación solar y provocando un enfriamiento significativo. El «año sin verano» de 1816, consecuencia directa del Tambora, llevó a crisis alimentarias en Europa y América del Norte. Estos eventos nos recuerdan que la naturaleza tiene mecanismos propios para alterar el clima, ajenos al hombre, y a menudo con aciagas consecuencias para la humanidad.
En suma, los períodos de enfriamiento han demostrado ser mucho más perjudiciales para la humanidad que los períodos de calor. Mientras que el Óptimo Climático Medieval facilitó exploraciones, avances tecnológicos y prosperidad económica, los siglos de frío trajeron hambre, pandemias y conflictos. También lo vemos en el periodo de calentamiento que estamos viviendo desde hace casi 200 años. Así lo resumen los geólogos anteriormente citados: «Con el aumento de temperatura [a partir de la segunda mitad del siglo XIX], los períodos vegetativos se fueron alargando, las heladas de primavera fueron menos frecuentes, más cortas y menos intensas. En realidad, deberíamos alegrarnos de esta evolución, en vez de demonizar el periodo cálido actual, que ha favorecido el enorme desarrollo de la humanidad.
El calentamiento ha permitido también que las rutas marítimas del nordeste y noroeste, al norte de los continentes euroasiático y americano, estén libres de hielo flotante durante varios meses al año, permitiendo la utilización de rutas más rápidas entre el Atlántico y el Pacífico, además de la posibilidad de realizar pesquerías de forma estable en latitudes del Océano Ártico muy alejadas del trópico de Capricornio. Esta situación tampoco es nueva. A lo largo de la historia, se puede verificar que los períodos cálidos han sido siempre etapas de prosperidad cultural y civilizadora, como ocurrió, por ejemplo, hace unos 2000 años durante el apogeo del Imperio romano.
En general, la existencia de condiciones climáticas benignas permitió mejores cosechas, el aumento de la población, la división del trabajo por especialidades, el incremento del comercio suprarregional, la prosperidad y el aumento de las inversiones en cultura y educación. Resulta indicativo que durante los siglos XII y XIII se fundaron miles de ciudades en Europa. Sin embargo, los períodos fríos, tanto en Europa como en Asia, estuvieron marcados por hambrunas, enfermedades, guerras y migraciones de pueblos enteros».