- …cuando era pequeño había
Navidad, cumpleaños, vacaciones de verano, pero el resto de tu vida era un
agujero negro inerte. Un agujero negro inerte de deberes, misa, escuela,
deberes, misa, escuela, deberes, misa, escuela, judías verdes… judías verdes…
putas judías verdes. Entonces, en un destello cegador de luz santificada, un
ser humano, -solo era un crío, un crío sureño de campo-, pero… había una nueva
clase de hombre que dividió el mundo en dos. Y de repente… apareció un nuevo
mundo… el que hay debajo del cinturón, y sobre el corazón. Un domingo por la
noche, en 1956, en un piso sin agua caliente en el 39 de Institute Street, la
mente de un niño de siete años vio la revolución por televisión delante de las
narices de las autoridades, que si hubieran sabido lo que pasaba y los grandes
cambios que se iban a producir, se la habrían cargado. O seguramente, la
habrían fichado. Porque nosotros, la plebe, los invisibles, los ineptos, los
críos, querríamos más. Más vida… más amor, más sexo, más esperanza, y más
verdad, y más poder. Y más alma. Y, sobre todo, más rock and roll. Me senté con
mi madre y mi mente de siete años se volvió loca mientras miraba un tubo azul
de donde salía algo divertido. Diversión, la verdad. La alegre, optimista, que
te mueve las caderas, te hace temblar, tocar la guitarra, te cambia mente y
corazón, te reta a competir, una dicha que te anima a ser más libre. Ese ánimo
de libertad explotó en los confiados hogares de todo Estados Unidos un domingo
por la noche. El mundo había cambiado, joder. En un instante. En un sudoroso y
húmedo orgasmo de diversión. Y para probarlo solo tenías que arriesgarte a ser
tú mismo. El genio del rock and roll había salido de la lámpara para decirnos
que, si habías nacido en Estados Unidos, mis compatriotas, ese sentimiento, esa
libertad, esa diversión… era nuestro patrimonio. Escuché, creí y oí una
poderosa voz incitándome a la acción. Así que estudié a mi nuevo héroe. Y tiene
dos brazos, dos piernas y dos ojos, igual que yo. Sí, es un Adonis humano. Y yo
soy horripilante y patético. Pero eso ya lo solucionaré ¿vale? Lo único que él
tenía y yo no lo llevaba atado a mi cintura: una guitarra. La guitarra, o como
la había bautizado mi padre: “La puta guitarra”. Pero esa “puta guitarra” fue
la clave. Fue la espada clavada en la piedra, la vara de la justicia que venden
en el Centro Comercial. ¡Por 25 dólares! Así que le supliqué a mi madre que
alquilara una, ya que no podíamos comprarla, de la Escuela de Música de Mike
Deal’s, en South Street. Un sábado por la tarde la traje a casa. Me senté en el
sofá del comedor, le quité la funda de cocodrilo y la abrí lentamente. Y del
forro de terciopelo verde emanó un dulce aroma… a cóctel de madera de cerezo
con poder, placer, salvación, sueños, sueños y más sueños. Así que tomé clases,
muy entregado. Tomé clases durante dos buenas semanas. Y lo dejé. Era muy
difícil, joder. Aprender a tocar la guitarra no solo era muy difícil, ¡es que
las clases eran muy aburridas! ¡Solo dime los tres acordes mágicos, por favor,
y déjame bailar y gritar!, pero solo tenía siete años y las manos no me
llegaban a los trastes. Y no podía gastar el poco dinero que ganaba mi madre
semana tras semana. Así que, enseguida supe que iba a tener que devolverla. Pero
el día que tenía que devolverla, me la colgué por última vez. La saqué al patio
donde estaban los niños del barrio e hice mi primer concierto. Le di golpes, la
meneé, grité y canté tonterías sobre vudú. Quemé la hierba. Moví el culo de
siete años. Y lo más importante, posé con ella. ¡Te cagas! Bailé con ella, hice
de todo menos tocarla. Eso no lo pude hacer. Fue tan penoso que los niños no
pararon de reírse de mi estúpido culo. Y esa tarde la devolvimos. Volví a casa
en coche, con mi madre, me senté detrás, callado. Y pensé que estaba un poco
decepcionado conmigo mismo, pero dentro de mí supe que, por un instante, solo
un instante, frente a esos niños del patio… olí el triunfo.»
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