lunes, 19 de noviembre de 2018

Lecturas recomendadas: LA LIBERTAD EN 1591

            

                    1.01

Recordaré aquel día mientras viva, no pasó gran cosa y sin embargo todo cambió para siempre.   
Recibí un certificado de la Oficina de Ocupación Pública emplazándome para una entrevista en su sede central, y aun pareciéndome otra necedad de “los burócratas de Washington” tenía que ir, ¡qué remedio! Por eso recorté mis patillas al milímetro, al igual que las cejas y el disforme bigote con perilla, también la crin de las orejas, pero quería un diez y decidí estrenar una loción para después del afeitado que resultó apestosa e irritante, entonces el tiempo se esfumó y nacieron las prisas. Menos mal que usaba un vestuario parco y ecléctico, insustancial para el gusto de mi madre, atemporal para el mío y de fácil conjunción al ser todo negro, incluso la corbata y la ropa interior. Eludí el espejo, pillé el cartapacio y con un portazo me despedí. El ascensor tardó en llegar, y al llegar olí el paso del vecino del noveno y de su perro. Para rematar la mise en place, ya en la calle y justo en el momento de tomar velocidad, pisé una mierda. Y así, vencido y desarmado, contemplé el pringoso zapato izquierdo sin poder contener un alarido: “¡Maldita suerte!”. Reaccioné buscando lo que fuese y no lo hallé; solo quedaba restregar con fuerza la suela por el bordillo de la acera, hasta que caí en el error: “No… esto no es la mala suerte, esto debe ser la buena suerte”.    
El trayecto hasta la boca del suburbano se hizo eterno, solo pensaba en una solución final para el detritus, y durante el viaje entró en mi cabeza que el entrevistador se taparía la nariz nada más verme. De chiripa, al salir de nuevo a la calle, topé con el charco perfecto donde sumergir el pie hasta deshacerme del tufo. A las puertas de mi destino casi había olvidado el incidente, si bien continuaba arrastrando la pierna y exagerando la cojera de la otra. Me presenté en recepción y fui invitado a tomar asiento, “pronto le llamaremos” dijo y la creí. Por curiosear cogí una revista que tenían en la mesita: Cómo buscar trabajo y no perecer en el intento, se titulaba aquel panfleto de papel y simplezas reiterativas que releí y releí hasta odiarlo; de vez en cuando oteaba inquisitivo a la recepcionista, aunque al parecer estaba vacunada contra miradas de individuos como yo.
Por fin me pasaron a una aséptica sala con una pantalla en la mesa, “tiene que contestar a unos cuestionarios” ordenó, “el programa le marcará los tiempos y él le avisará cuando termine, ¿algún problema?”, “no ninguno, estoy deseando confesarme con una máquina”.
Otra vez engañado, pues no fueron una serie de preguntas, fue una serie con episodio piloto, ocho o diez temporadas, precuela, secuela, el cómo se hizo, y la versión del director extendida; un auténtico coñazo de letanías de test matemáticos infantiles y argucias más que dudosas para dilucidar si eres tonto perdido. Terminé y otra vez a la sala de espera, al mismo sillón, a la misma pared, al mismo cuadro anodino, al mismo careto insustancial de recepcionista, y un rato lleva a otro rato y yo no sabía ni que hacer. Era la sutil tortura del poder: “tal vez te demos un trabajo, ¡pero tienes que sufrir, mamón!” Al fin apareció la entrevistadora, me estrechó la mano y sin disculparse fuimos pasando al matadero.
— ¿Por qué ha rechazado siete trabajos en los últimos tres años? —soltó con desfachatez.

2.01


La libertad en 1591
Capítulo I

Viernes a veynte y cuatro de mayo del año del Señor de mil y quinientos y noventa y uno.

«La Historia en sus dos requisitos: verdad en la pluma y neutralidad en el ánimo»
Bartolomé Leonardo de Argensola



El badajo sin sentido de la vida continúa su algarada tal trovero enamorado que no conoce la mesura. Es el badajo de bronce de la santa campana del Xristos rex venit in pace ex maria virgine et homo factus est et benedicta hora in qua natus est de la Torre del relox. Es un badajo que tañe por los hombres y espanta a palomas y a cuervos; que retorna del oscuro mundo telúrico, hermético y primario; que mueve mano humana con ventura, con el albur de todo lo que ocurre, con la sinrazón de los días y el rodar de los planetas, así fuera el enigma del fin del mundo, o el azar de las chapas y el jugador rezando: salgan caras.  Un nuevo repique metálico, otro redoble de genio efímero, esta vez en losas bien juntadas; recuerda al afinado campanil de La Seo, y es que chapas y badajos son de la misma esencia. Mas las monedas al aire no buscan el sermón, ni el rezo, ni la hora cumplida; buscan ganar, solo ganar y luchan siempre contra el álgebra necia. Cada vez que se tiran emprenden algo nuevo, olvidando lo que antes surgió, ese es el fuero.
¡Dos sueldos a culos! —grita el forano.
— ¡Dos sueldos a caras! —consiente el fullero.
Giran los latones a la par bien alto, si no hay techo mejor, que si toca las vueltas hay barajo. Las piezas caen raudas y botan y brincan, y retozan y vuelven a girar apeonzadas; hasta besar el frío suelo.   
¡Caras! —vocea unísono el corro.
Unos ganan y otros pierden. Unos maldicen y otros ríen. Una noche culos, otra no. Las chapas no tienen memoria, nunca intuyen; lo que sale salió; mas esta monserga no la cree el pícaro y suele comulgar de lo contrario.  Sin duda repite el error del mentecato, pues ilustres letrados ya dictaron que la suerte y el juego es matemática; y a los días, al turno que una y otra se tiran y retiran, se apuesten, se ofendan, se riñan, se maten, al final se aparean el anverso al reverso. Siempre parte y parte, al cincuenta de cien o es faz o es cruz. Si mil años durara la partida, nadie venciera, si una hora durara venciera la fortuna, pues es diosa voluble y caprichosa como la justicia. ¿Mueve esta contingencia la vida misma? ¿Mueve la libertad la humanidad entera?
Muchos badajos y chapas volanderas corrían la cabeza de don Diego de Heredia aquella mañana a veinticuatro de mayo de la funesta añada de 1591 que se escribió con vómito, saliva y cojones. El badajo golpeaba su sien, las chapas leían su destino. Terminaba el devenir de los días triviales, comenzó la rebelión, la batalla y la melosa gloria; que al final se tornó puerca miseria.



No asemejaba ese viernes que el plan divino lo jurara a la historia, no se hacía pronóstico. Kikirikii, kikirikiii, los gallos al alba y los holladores de la vieja Çaragoça levantaron con ellos. Es día igual que otro para los escrupulosos pelaires, para los hortelanos de callos en las manos, para las putas moras, y hasta para don Diego. Por la noche aflojó el cierzo y creció el ansia de lluvia, siempre en proporción al cicatero son de los santos por mojar los trigos del país. Mudó la corriente y desde las tenerías llegaba su hedor; bien se notaba, no era otra cosa; pues de los charcos pútridos ni rastro había, ni tampoco de las boñigas, que no es que no se dejaran secar al sol, es que los menesterosos casi las pillaban al vuelo entre las nalgas de la caballería y el polvo de la calle. ¡A pan de quince días: hambre de tres semanas!, era el maldecir de los estercoleros que de balde femaban el huerto a golpe espuerta. Movía la añosa urbe, la Çaragoça desaliñada con briznas en el pelo, con desazón y sudor agrio, con callizos inmundos, con carreras terrosas, pasos de mugre, trenques olvidados, postigos ilícitos, puyadicas angostas, plazas bulliciosas, placillas repulidas, plazuelas desusadas, rúas sin nombre, calles rancias, callejones mingitorios y callejas tiradas a mano alzada, tal si el mal pulso de los siglos contrarrestara a la yunta de ternero y novilla que surcó el cardo y el decumano. Mueve el pueblo, y aunque el sofoco amenace en mayo, no parece atañer a los capazos mañaneros de los caesaragustanos; ni tan siquiera el insistente desvelo agrario por el tiempo, ni el miedo sustancial por el futuro puede superar la ansiedad por la suerte del hombre que vaga por las bocas de todos, como si fuera el hijo de Apolo, el dios protector del sobrino nieto de César, como si lo hubiera concebido la mismísima Virgen María cuando se apareció a Santiago en un pilar, como si el rey Alfonso lo liberara de los moros jugándose la vida; todo giraba alrededor del hombre, del político. No era un día cualquiera para Antonio Pérez y él lo sabía; las chapas corrían su suerte, el badajo tentaba su destino.  



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