—Se oyó por Nápoles que en Flandes los Tercios recibían las pagas, luego supimos que era mentira, pero nos la creímos. Así que el Capitán pido el traslado y como el Rey quería guerrear a los ingleses desde Flandes, allí nos mandaron. A la vez pidió ascenso y se lo denegaron, y pesar de eso, se alegró cuando a mí, a Pedro de Burcí, a Alonso Moncayo, a Lacambra y a otros aragoneses nos hicieron alféreces. Surcamos en una nao hacia el destino y algún demonio debió echarnos maldición, porque tuvimos la peor mar que se ha visto, era salir de una tormenta y entrar en otra; pasamos las Columnas de Hércules, que es donde se juntan dos océanos y la Europa con África, y entonces los vientos de levante nos llevaron lejos del cabotaje, tuvimos muchos días sin rumbo claro, alguno pensaba que acabaríamos en el fin del mundo, hasta que atracamos en las Islas Terceras. Allí reparamos los daños y coincidimos con una escuadra que regresaba de la Indias al mando del almirante Juan Martínez de Recalde, iban a Lisboa para formar la Felicísima Armada y nos juntaron en aquella flota. Iniciamos singladura, y la mar otra vez buscaba nuestra muerte, hasta la nave capitana quedó desarbolada. Nuestro capitán era Alonso de Zayas, que maniobró todo lo que puedo para socorrer al almirante, pero les perdimos de vista y creímos que habían naufragado, cosa que no sucedió; Zayas salvó nuestros pellejos y llegamos al puerto de Cascais. De allí pasamos a Lisboa y, cuanta fue nuestra extrañeza, pues al tomar tierra arrestaron a los capitanes Zayas y Latrás, acusados de no prestar auxilio a la nave capitana. Les condenaron a tres meses de presidio y una gran multa. Lupercio salió odiando al mundo, y ya no quiso presentarse en el destino, ni saber nada de ejércitos, ni de perjuros, ni desmañados, ni déspotas… Y acaso ¡¿de qué se vino a pique la Grande y Felicísima Armada…?!
—Después se puso al servicio del duque en la Ribagorza —apostilla Dionisio Pérez de Sanjuán, enfrascado en el relato como el resto de la cuadrilla de oyentes bebedores.—Antes demandó unos amoríos que no fueron bien cumplidos, dijeron que con una Mur prima suya, pero yo nunca quise saber más, no eran asuntos que gustara de hablar. El caso es que se hizo caballero de fortuna, a ver si el dinero enjuagaba sus penas, sus chascos y sus mancillas; no cambió tanto de oficio, pues ser soldado de los Tercios del Rey requiere de las mismas aprensiones. Sus aventuras corrieron disparar suerte, aunque a menudo se enfrascó en lodos que no eran suyos. En la Ribagorza tropezó con bando poderoso, pues la rebelión de los vasallos era más falsa que Judas, pues detrás no estaba otro que el sodomita del conde de Chichón, que solo buscaba adueñarse de lo que no es suyo. Lupercio erró en esas batallas, se implicó con traidores y males gentes que le engatusaron, con ese Barber, y otros catalanes sin miramientos, ni disciplina. Ya sabéis lo que hicieron en Pina y en Codo.
—Si estuviera vivo andaría en nuestra causa…
— ¡El primero contra Vargas! ¡Era fuerista como el que más! Tal vez no recordéis —dice el capitán a los jóvenes oyentes— que pregonaron su cabeza por todo el reino, y en respuesta se apoderó de Zuera, y llenó la villa de pasquines y puso él recompensa aun mayor por la cabeza del Virrey.
— ¡Esa fue buena!, —exclama sonriente Martín de La Nuça—. Era furo el condenado.
— ¡Qué gran general perdieron los Tercios! Era valiente, diestro y astuto. En Sicilia siempre tuvo el respeto de sus hombres, y por eso en Aragón escapaba una y otra vez de los perseguidores de recompensas. Pero tanto empeño en atraparlo hizo que sus partidarios cada vez fueran menos.
—En Candasnos dicen que las tropas del Gobernador mataron a ochenta de los suyos.
—De ocho a ochenta es solo poner un redoncho… ¡creedme! siempre cargan cuando les conviene… Sus hombres se le fueron poco a poco, y su hermano Pedro le convenció para marchar a Francia y después a Inglaterra, y también para volver a ser espía y que ganara otro perdón real. Por aquellos reinos pasó una temporada hasta que se cansó de la reina virgen y de la puta de su madre y de los destierros sin dineros, ni esperanza de tenerlos, así que buscó barco y regresó a España. Tuvieron mala mar en la travesía, zozobraron cerca de Santander y, como es costumbre, les robaron el pecio y después les socorrieron, dijeron luego que eran piratas ingleses. A Lupercio se le ocurrió dar su nombre, y decir que trabajaba para el rey como espía, esa fue su perdición, lo llevaron preso al alcázar de Segovia, y allí acabaron con él sin pedir más cuentas. ¡Malditos sean!, —exclama Miguel Donlope apretando los dientes— ¡Lo mataron como un perro! ¡Sin honor…!
Un fragmento de "La libertad en 1591" (Miguel Valiente. Ed. Amazon, 2018) relatando la vida de Lupercio Latrás y su viaje a las Islas Azores, entonces Islas Terceiras, o Terceras, para los españoles.