LA MUERTE DEL LEGIONARIO
(Segundo capítulo del libro de Julio Andrade Cola: PASOS ERRANTES,1997)
Hace tiempo que quería escribir algo relativo a la
Legión, y especialmente en recuerdo del legionario muerto el 15 de febrero de
1.958 en la posición de la cota 277 de Ifni.
El relato se aparta de toda esa fanfarria seudo-heroica que siempre acompaña a las narraciones bélicas, en especial las referidas a legionarios. En ellas parece que los legionarios mueren siempre asaltando parapetos, acuchillando enemigos y cantando el "novio de la muerte", como si de una ópera se tratara.
El relato se aparta de toda esa fanfarria seudo-heroica que siempre acompaña a las narraciones bélicas, en especial las referidas a legionarios. En ellas parece que los legionarios mueren siempre asaltando parapetos, acuchillando enemigos y cantando el "novio de la muerte", como si de una ópera se tratara.
La verdad es
distinta: Desde que la Legión fue creada, los legionarios han muerto a millares
de forma obscura y callada, mientras marchaban, cavaban trincheras, arrastraban
cañones, o simplemente se fumaban un cigarrillo al Sol.
Precisamente,
la muerte del legionario es la que pasa más desapercibida, la que menos se
airea, porque la Legión, las tropas Regulares Indígenas, las Mehal-las, las
Harcas y Mehaznías, fueron creadas, y utilizadas, para que los muertos de
reemplazo, en las guerras coloniales, no crisparan a la opinión pública de las
metrópolis, siempre muy sensible con estos sacrificios. Los muertos de estas
tropas que he mencionado no alteran a los ciudadanos y ni siquiera se citan en
los partes de guerra.
Y el
legionario lo sabe. Está en el lugar del peligro para eso; para morir en
cualquier momento y en cualquier forma, sin que se sepa más allá del pequeño
círculo de su Unidad, ahorrando sangre de ciudadanos de la nación que lo
contrató, y aún así es generoso con su vida.
En homenaje
a esa muerte obscura, silenciosa y silenciada, que por ello está llena de
grandeza, es a lo que responde este sobrio relato.
.....................
-"Pedro,
¿Quieres vigilar un momento que tengo que hacer una cosa?"
-"Sí,
puedes ir"
Se sentó en
la trinchera tras el fusil ametrallador y echó una distraída mirada hacia el
campo de chumberas que, a unos cien metros de distancia, se extendía por una
loma rodeada de una pared de piedra medio caída. Los moros acostumbraban a
bajar por el barranco que había detrás de dicha loma y se apostaban allí para
hostigar la posición. Durante el día no creaban otro peligro que el de hacer
alguna baja con sus disparos, así es que, a esta hora de la tarde, no iban a
atacar atravesando el llano despejado que había hasta llegar a la posición. En
realidad se estaba allí porque siempre debía haber alguien cerca de cualquier
arma automática, fuera ametralladora o fusil ametrallador.
Aquella
tarde de febrero, allí, en Ifni, el tiempo era primaveral, incluso había golondrinas.
Tenía el Sol de espaldas y se sintió a gusto. Encendió un cigarrillo y sonrió
para sus adentros.
Su compañero
le había llamado "Pedro" y él había respondido. ¿Pero se llamaba
realmente "Pedro"?. Bueno, al menos con ese nombre se había alistado.
En esta Unidad se tenía la ventaja de que cualquiera que no estuviera conforme
con el nombre que le habían puesto al nacer, bien por capricho de la madre, la
abuela, o la tía solterona que hacía de madrina, podía ponerse el que quisiera
sin otro requisito que decirlo al alistarse en el Banderín de Enganche.
Era curioso
que la mayoría cambiaba sus apellidos, pero no su nombre de pila. Suponía que
era más fácil acostumbrarse a nuevos apellidos que a un nuevo nombre.
Con poca
imaginación, algunos se ponían nombres de personajes históricos, y otros, más
retorcidos, se ponían el de algún individuo al que tuvieran fila (o fuese un
rival), haciéndose a la idea que con ello se condenaba al otro, en su propia
persona, a los avatares legionarios.
Bueno, él mismo
se había puesto Pedro porque, al preguntarle su nombre, se acordó del personaje
de la película "La Bandera" Pierre Gilliet.
La verdad
era que, si alguien lo llamara por su verdadero nombre y apellidos, a lo mejor
no se daba por aludido.
¡Cuánto tiempo
hacía! ... ¿Podría reconstruir en su mente el pasado?...
En la
fraseología legionaria, el pasado "no cuenta", y algunos toman estas
palabras al pie de la letra. No, sin un pasado determinado, no habría
legionarios; precisamente porque hay un pasado, siempre candente desde el punto
de vista personal, es por lo que un hombre se alista a la Legión.
La frase, lo
que quiere decir, es que en la Legión, el individuo sólo cuenta y sólo da
cuenta de sus actos, desde que se alista aquí.
El también
tenía su pasado; parecía lejano, menos en uno de sus puntos, precisamente el
determinante de su situación, que siempre estaba en su pensamiento.
Había nacido
en una familia de clase media acomodada. Era el menor de los hermanos, que le
llevaban bastante edad. Sus padres eran ya mayores cuando nació.
Sus hermanos
casi, se puede decir que, le habían ignorado, salvo por alguna broma que le
hubieran gastado; sus hermanas lo habían usado como muñeco hasta que entraron
en la edad del coqueteo. Tanto unos como otras se casaron y salieron fuera de
su círculo familiar inmediato cuando él aún era pequeño.
Su madre era
una mujer santurrona y beata que estaba más entre ánimas benditas y santos que
en las cosas de la casa.
A su padre
lo veía poco. Además no recordaba haber hablado con él, fuera de las frases
cortas y rituales de saludo. Jamás le había regañado, y tampoco le había
felicitado.
En cuanto al
capítulo de amigos, podría decirse que, por su carácter tímido y retraído,
nunca los había tenido; no recordaba haber intimado con ninguno de sus
compañeros de clase, ni en el colegio, ni en el Instituto. Apenas si recordaba
un par de nombres de todos los compañeros que habían coincidido en las
distintas clases.
Más relación
había tenido con chicos de la vecindad, que lo toleraban en sus juegos,
especialmente porque nunca ponía pegas a nada y ocupaba en los juegos el lugar
que le asignaban sin protestar, que en general era el más desairado y que nadie
quería. Tampoco se le ocurrió nunca optar a la jefatura del grupo que siempre
recaía en dos de sus vecinos.
En cuanto a
chicas, los chicos del barrio siempre estaban hablando de sus
"novias", pero él, aunque alguna de su calle le gustaba, jamás se
acercó a ninguna. Se hubiera muerto de vergüenza antes que acercarse a una.
Tampoco se
integró en los chicos de Falange que desfilaban cantando con gran marcialidad
por las calles de sus ciudad. Si, le gustaban los desfiles y los uniformes,
pero su timidez era tal que no se sentía capaz de integrarse en la organización
y asumir esas actitudes marciales y fanfarronas.
Terminó sus
estudios de Bachiller sin pena ni gloria y tuvo que decidir sobre la carrera a
elegir en la Universidad.
En aquella
época, las carreras más cotizadas eran la de Ingenieros de Caminos, Veterinaria
y Medicina, seguidas por la de Derecho. La de Filosofía y Letras era
considerada como especial para mujeres.
A él le
había gustado mucho leer, quizás inducido por su carácter melancólico y
retraído, que le hacía buscar cierta soledad.
En su casa
había una buena biblioteca, cuyo origen desconocía, porque nunca había visto
ni a sus padres ni a sus hermanos con un libro en las manos. Pensaba que sería
de algún antepasado más o menos ilustrado y volteriano, ya que en ella había
libros de los considerados entonces como nefastos, tanto en el orden religioso,
como en el ideológico y el moral. Afortunadamente, pensaba, al no leer nadie
de su familia, no se habían percatado de semejante polvorín.
El, en las
largas y aburridas tardes de invierno, había ido leyendo casi todos los libros
de la biblioteca. Al principio, los autores le resultaban desconocidos, pero a
lo largo del Bachiller, al estudiar Literatura, se había ido enterando de la
vida de sus autores y de la calificación que atribuían a cada uno los
profesores de aquella época.
Estas
lecturas le gustaban porque especialmente las de las novelas, le hacían
identificarse con los personajes, y en su imaginación se convertía en un
héroe, en un villano, amante de una hermosa dama, o un luchador violento (Como
el Alvarito Sánchez de Mendoza de "Las figuras de cera" de Pío
Baroja).
Se decidió a
elegir la carrera de Filosofía y Letras, rama de Historia o Literatura; luego
haría oposiciones a cátedra de Instituto y su vida transcurriría en esa cómoda
rutina que tanto le gustaba.
En la
Facultad de Letras la mayoría de los alumnos eran chicas a las que él trataba
con cierta timidez y desconfianza.
Pero de
repente todo cambió. Como si un huracán hubiera cogido desprevenida a una
barquichuela en medio del océano, así le ocurrió a él.
¿Cómo empezó
la catástrofe?. Como casi todas, de forma banal.
Se quitó el
gorro y se pasó la mano por la cabeza:
-"¡Joder! me estoy quedando calvo".
Su pelo, de
un rubio rojizo pálido, era tan ralo que ya apuntaba la calvicie. Para
compensar (como la mayoría de los calvos) se había dejado una pequeña barbilla
que, como su pelo, también era de color rojizo.
Sus rasgos
afilados y nariz aguileña le daban un aire de monje franciscano..
Sacó una
cajetilla de tabaco, cuya envuelta era poco más que de papel de estraza, y en
la que venía impresa la cara de un individuo con una barba enorme y la marca
"Krüger", cuyo nombre le sonaba a un bóer sudafricano. Este tabaco
era extraordinariamente fuerte, pero ¿Qué le iba a hacer?, era barato y en el
territorio no había mucho dónde elegir. De todas formas encendió un cigarro y
vio subir el humo casi vertical en aquella atmósfera de la apacible tarde
africana.
Volvió a sus
pensamientos.
Entre sus
compañeras de clase, una, por curiosidad ante su timidez, por aburrimiento, por
diversión, o ¡Vaya usted a saber por qué!, se le acercó y estableció una
relación amistosa con él que no pudo eludir.
La chica le
gustó mucho, y él no estaba preparado para esta relación, que se fue haciendo
cada vez más íntima y, sin poderlo evitar, se enamoró hasta los tuétanos de
ella como un tonto o, por mejor decir, como un novato. Con la desesperación de
su propia timidez reunió el valor suficiente para decírselo a la chica.
Ella no lo
rechazó; debió encontrarlo divertido, y se inició una relación amorosa en la
que él ponía toda la vehemencia del neófito y ella una tolerante reserva.
Pese a su
falta de experiencia en estas cuestiones, se dio cuenta pronto de que en
aquellas relaciones el amor sólo lo ponía él.
Cuando pasó
cierto tiempo, no mucho, los síntomas de aburrimiento de ella y su coqueteo con
otros chicos, en especial con uno de sus compañeros, lo sumieron en un
torbellino de celos y desesperación.
Cuando le
planteó la cuestión, ella aprovechó la ocasión y dio por terminadas sus
relaciones, que tal vez, pensaba él, habría iniciado como una forma de
interesar al otro.
No quiso
demostrar el infierno a que se vio sometido, y pensó en alejarse de la chica
para que, poco a poco, fuera quedando en el olvido (si era posible) esta
desgarradora experiencia. Sin embargo la chica no lo dejó en paz, y debió
considerarlo como un trofeo de su propiedad por lo que, de vez en cuando, se le
acercaba y le demostraba (o aparentaba) un cierto afecto o interés, pero si él
pensaba que era un intento de reanudar las relaciones, pronto lo desengañaba
con un desplante o una actitud desdeñosa.
Aquella
situación se le hizo intolerable y pensó abandonar la Facultad, pero sus
emociones eran contradictorias, pues si, por un lado quería alejarse, por
otro, era incapaz de dejar de verla, abrigando cierta esperanza de arreglo.
Una tarde,
al pasar junto a un bar, atrajo su atención un cartel de propaganda pegado
junto a la puerta, que invitaba al alistamiento en la Legión. Lo miró con
extrañeza, como si lo viera por primera vez, y sintió
que iba a hacer algo trascendental en su vida. Sin pensarlo, entró en el bar y
pidió una copa de coñac. Pese a que no era bebedor y el coñac debía ser
bastante malo, ni se enteró. Salió de nuevo a la calle y se quedó mirando el
cartel. Volvió a entrar en el bar y se tomó otra copa. Luego, con decisión, y
sin mirar el cartel, se dirigió al Banderín de Enganche, cuyas señas tenía en
su memoria.
A partir de
este momento todo fue como un sueño en el que iba flotando de un lado para
otro.
Fue
destinado a la 9ª Bandera del III Tercio, que estaba en el T`Zenín de Sidi
Yamani, cerca de Arcila, luego, cuando crearon el IV Tercio, fue a Villa
Sanjurjo (Alhucemas). Al cumplir su compromiso volvió a alistarse, pero en
Riffien (Ceuta), en la 6ª Bandera del II Tercio.
Cuando
empezaron los follones en el Sahara llevaron allí a la Bandera, y ahora estaba
en Ifni.
Aunque
pareciera mentira, dado su carácter reservado y tímido, no se había encontrado
extraño en la Legión. Los primeros días habían sido de locura aprendiendo la
instrucción y la mentalidad de aquel Cuerpo militar, y, como era usual se llevó
alguna que otra bofetada, cosa sin importancia en estas tropas, pero no tardó
en identificarse con su nueva situación.
Allí nadie
hablaba de sus problemas, y cuando alguno lo hacía, siempre era de forma
parcial o mintiendo. La leyenda de que en la Legión se escondían feroces
asesinos era falsa; algún ratero sí que había. Lo que sí intuyó fue que la
mayoría de los legionarios estaban, como él, por situaciones que, en sus
mentes, resultaban intolerables (aunque objetivamente fueran una tontería).
Nadie
llevaba en su pecho "una carta y un retrato de un divina mujer".
Ninguno decía, como no fuera en broma, que era "novio de la muerte",
pero sí era cierto que "un gran dolor les roía el corazón".
Todos esos
"slogans" atribuidos a la Legión, eran más de consumo externo que
interno. Aunque, al cabo de cierto tiempo, el legionario se sentía orgulloso de
serlo, cualquiera que fuese la causa de sus alistamiento, y que pocas veces
era por espíritu militar. Orgullo que persistía, como había podido comprobar,
incluso, en los que ya no estaban en este Cuerpo.
El, poco
después de alistarse, pensó si se habría equivocado en su decisión; pero no,
había acertado. Aquí se trataba a los soldados como hombres, no como niños, sin
paternalismo alguno. Se les exige aguante y disciplina sin contemplaciones,
pero nada más. La soledad interior es sagrada; nadie te preguntará nada sobre
tu vida y tus emociones. Todos respetan tu intimidad y ni siquiera tratan de
consolarte con falsa o verdadera compasión. Ni los compañeros ni los Oficiales.
Algunas
veces, un legionario se acerca a un Oficial para desahogar su conciencia, su
corazón o su mente. El Oficial lo atiende siempre y lo escucha en silencio, con
algunas breves observaciones sobre lo que le cuenta, pero sabe que no debe
inmiscuirse en sus problemas, porque el legionario sólo quiere charlar (como en
confesión), y que luego se olvide lo hablado. También sabe el Oficial que el
relato no es cierto en toda su extensión y que en él hay muchas cosas falsas,
bien sea de forma consciente o inconsciente. Así es, que terminada la
conversación (más bien monólogo) y tomados unos vasos de vino, la cosa queda
concluida de forma absoluta.
Algunos se
emborrachan, pero ni aún en ese estado dejan escapar sus verdaderos problemas.
Otros toman por confesor a las putas del poblado, pero todos son celosos de su
intimidad y, respetan la de los demás.
Para él esto
era lo mejor de la Legión, porque su carácter reservado y tímido no le hacía
proclive a confesiones y entre sus compañeros se sentía seguro, y su caos
mental se había remansado.
"¿Qué
futuro tenía?".
Se encogió
de hombros; como dice la canción "la vida es un azar y al azar dejas tu
suerte"...
Sus
pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de su compañero que se
sentó junto a él y dijo:
-"Voy a
limpiar el fusil"
Por la
explanada que había tras de ellos, completamente al descubierto, paseaba el
furriel de la Compañía, con su tremendo cuchillo de carnicero al cinto. Los
moros empezaron a dispararle, sin que el furriel se inmutara, ni acelerara el
paso.
Pedro lo
miró y dijo a su compañero:
-"A ese
le van a dar un tiro"
Y añadió:
-"Bueno,
yo también voy a limpiar mi fusil".
Se incorporó
para cogerlo del parapeto, donde lo tenía apoyado, y de repente creyó que todo
el Universo le había caído sobre la cabeza, al tiempo que oía gritar a su amigo
en medio de una detonación ensordecedora, y una ola negra y profunda lo
envolvía, acolchando todas sus sensaciones.
-"¿Qué
ocurría?"
Fue lo
último que pensó.
Su
compañero, lleno de rabia enderezó el fusil ametrallador y disparó varias
ráfagas contra las chumberas de las que habían partido los disparos, mientras
otros compañeros recogían a Pedro y lo llevaban al interior de la kabila, donde
el sanitario y los oficiales comprobaron que estaba muerto.
Una bala le
había entrado por la parte superior de la cabeza. Aún se le movían levemente
algunos músculos del vientre.
La muerte no
le había desfigurado el rostro. Parecía dormido; un poco pálido y su nariz
aguileña, algo desollada al caer de bruces sobre el parapeto, parecía más
afilada.
El Cabo 1º
recogió sus cosas y las estaba envolviendo, cuando el Oficial de ametralladoras
le pidió un cigarro; el Cabo 1º le dio uno de la cajetilla inacabada de Pedro.
El
legionario muerto fue envuelto en una manta y llevado en una camilla, seguido
por su Capitán, su Teniente y el de las ametralladoras, hasta la kabila que
había a retaguardia, donde fue subido en un camión para ser conducido a Sidi
Ifni.
Cuando el
camión se puso en marcha, los tres oficiales saludaron sin decir nada y
volvieron a la posición hablando de cosas intrascendentes.
Así, de esta
forma tan simple y sencilla, murió el legionario Pedro, convirtiéndose en uno
más de esos legionarios anónimos muertos en combate.
¡Gloria a
ellos!