Capítulo XII
Martes a veynte y quatro de Setiembre del año del Señor de mil y quinientos
y noventa y uno.
«La libertad, Sancho, es uno de los más
preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden
igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la
libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el
contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.»
Miguel de Cervantes
En sus turbias aguas flotan muertos en
invierno, en primavera clarean y en verano languidecen. A su vera las gentes
son dichosas, aunque lo blasfemen cuando anega sus huertas. Es ser de bravatas,
de almadieros ahogados, de plebeyos que parecen imitar al torrente: osados a
favor, mansos en contra. El Iber, el
río de los iberos y de sus herederos, que hasta hoy presumen de nobleza y
arrestos ante otro Imperio, y se envalentonan y pierden composturas; pues no se
sabe cuándo y porqué se desbocan, pero se desbocan.
A la vez que nace el sol por Los
Monegros resuenan por las calles empedradas los resoplos y relinchos de la
caballería, la manda el gobernador Cerdán. Son jinetes soberbios que miran los
tejados y los fondones, escrutando el recorrido que llevará a Pérez y Mayorini
hasta la cárcel de la Inquisición; les siguen soldados a pie, hombres de los
consistorios y algunos otros de los señores,
los emplazan de retén en plazuelas, entronques, y en las puertas de la
ciudad, pues a don Ramón Cerdán de Escatrón se le ocurrió conservarlas cerradas, así es su celo por cumplir las
órdenes que llegan de Madrid para impedir que los sediciosos reciban socorro.
El Gobernador es militar novato, fue elección del difunto marqués de Almenara
ante la sugerencia del Concejo, y la recomendación de su hermano el Zalmedina;
también debe el cargo a sus méritos: la sumisión, la ordinariez y el hambre de
dineros; atributos forzosos para medrar en los negocios de la Corte. Juró el
cargo en junio con su mentor cadáver, si bien ocupaba las funciones desde que
falleció a finales del pasado año don Juan de Gurrea, el anterior gobernador,
aquel sí que era hombre cruel y pudiente, al que el pueblo temía; Cerdán no le
iguala ni en fortuna ni en brutalidad, tampoco en astucia, pero el caballero piensa
que todo llegará.
Algunos
próceres califican de ocurrencia esa de cerrar las puertas en tiempo de
vendimia, cuando los falcinos se afilan, cuando los banastos sirven de rodela,
cuando perder un día es un día más de riesgo de perder la cosecha. “Qué barbaridad…”
protestan los amos; “¡Me cago en sus muertos…!” dicen los braceros. Se siente
la zozobra desde la tres de la mañana, entonces las cuadrillas que marchaban a
las viñas del monasterio de Santa Fe plantaron cara a los guardias de los
portones, y no les quedó remedio que recular ante los arcabuces y callar. Son
cientos los soldados por las calles, y otros tantos formados en la plaza del
Mercado, y caballos al trote de aquí para allá despertando a los oficios, y el
gobernador Cerdán dando órdenes a voz en grito, increpando a mirones,
cimbreando la espada, exigiendo a los soldados que maten al primero que exclame
la palabra maldita. Y así acontece que al hacerse el día un chaval de ocho o
diez años asoma por un ventano en la parte alta del mercado, husmeando el paso
de los rocines, y se le ocurre repetir el lema censurado, mentar la palabra
odiada por el tirano, el embrujo que agita al vulgo, un: ¡VIVA LA LIBERTAD!
como nunca antes se había dicho, que retumba entre los chuzos y arcabuces con
su voz aflautada, vigorosa, lírica. Un instante después, como conclusión de un
¡Pannnggg…! seco y terrible, se apaga para siempre. Pocos contemplan al soldado
bajando el arcabuz y dando baqueta para limpiar el ánima, solo un compadre mira
su parsimonia cuando al fondo se escuchan los lloros de una madre.
—
¡Le has dado en la cabeza…!
—Tengo
buena puntería… espero que se enteré el Gobernador.
—Espero
que no lo lamentemos… has matado a un crío de San Pablo.