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«¿Qué es la libertad? ¿El poder elegir la vida que quieres? ¿Vivir cómo quieres? Seguir la línea recta, obedecer las leyes y la razón, y vivir como está previsto y considerado en las reglas.»
Juan de Costa
Hay nuevo día y verdea. Amanece en Çaragoça porque el mundo quiere. Cesó el aguacero primaveral sin estrépito alguno. Perdura el regusto, ese sabor amable de la honra, de tirar por tierra el poder de los siglos, de desfacer la patraña de la cuna, de ahogar mentiras de arrogantes, de romper grillos y pegar fuego a las trallas; aunque dure un relámpago. Hoy el vulgo no desayuna tocino rancio y sebo con pan duro; no es agrio, ni salado, es dulce como leche en jalea; rumia la victoria.
Mas la noche tampoco fue calmosa, se oyó enjaezar serones y albardas, azotar a mulas tercas y asnos cabezones, sobornar guardias, entreabrir portones. Los partidarios del marqués de Almenara huyeron a Madrid por si las moscas se vuelven moscardones y los palos guadañas. No eran tantos y no afectó al sueño de la plebe, eran simples lisonjeros del poder, desgraciados que solían tomar por el culo de sus amos, no mereció levantar a escupirles en la cara, el mejor desprecio siempre fue la ignorancia.
En casa de los Heredia no dieron cuenta del nimio éxodo nocturno; tal vez por ello, cumplida la mañana, el hermanastro del conde de Fuentes no aviva. Es doña Isabel quien lo pone en pie a voz en grito.
— ¡Ala, ala… arriba que ya es hora! —ordena la esposa abriendo el ventano para dejar entrar al sol a sus anchas.
— ¡Mujer!, ¡déjame dormir…! por el amor de Dios.
— ¡Nada, nada…! ¡Levanta, que trasnochar bien sabes! además te reclaman, hace rato vino un criado de Antonio Pérez.
—No le dejan a uno ni soñar con hembras —farfulla don Diego al levantar. Después ojea si responde a la pulla y se convence que logró disimular la modorra y la murria. En la jofaina algo espabila, y con desgana busca las ropas que tiró por el suelo al llegar.
—Los chicos ya han salido al estudio —participa Isabel cumpliendo el oficio de esposa, madre y dueña—. ¿Qué quieres comer…?
—No hace falta, ya almorzaré algo por ahí, que tengo mal cuerpo —
confiesa el caballero tocándose las tripas.
— ¡Qué beberías ayer!
—Si llegué pronto mujer… celebramos una pizca el triunfo, que alguna vez tenía que ser. La culpa es de ese aguardiente de mosén Francho, que puede hasta con las lombrices…
— ¡Necesitáis poca excusa para festejos…! ¿Y ahora qué?, ¿creéis que el Rey se estará con los brazos cruzados?, —sermonea buscando un pañuelo para disimular la lágrima—. Te cortaran la cabeza, y yo me quedaré sola ¡y con tus hijos sin casar…!
— ¡Mujer…! Sola no te quedaras…
— ¡Qué gracioso! Tus chanzas ya no me dan risa. ¿Te crees un caballero andante que no tiene miedo a la muerte? ¡Eh…! eh… ¿Quién eres, Amadís de Gaula o Tirant lo Blanch? Tú, tú... tú tienes miedo a la muerte, ¡como todos!; y te crees que tomándome el pelo me engañas. Lo que le pasó a tu amigo Lupercio Latrás te pasará a ti, listo… No sabe poco más tu hermano que tú.
— ¡No nombres a ese canalla! —Le espeta tanteando su faltriquera, para entonces salir de la estancia con un portazo que ensordece al arrabal.
Baja las escaleras largando improperios, y aun blasfema entre dientes cuando pisa la calle por volver a los despiertos y no seguir por siempre con Morfeo; entonces se despereza a gusto cucando los ojos ante el sol. Sin otro acto de contrición orina en una esquina y con arrobas de desazón se pierde en las sucias callejas. Andando cabizbajo, arrimado a las fachadas, con las prédicas de la mujer en su sien igual si fuera un huevo y ella una alabarda. Resistirá con aguardiente la batalla, como hizo costumbre al perder a Mariana, la catalana que le rompió la vida con su muerte.
La gabela errante llega al mesón de San Antón, en la parroquia de San Pablo. El paseo le mejoró el seso, el cuerpo y el ánimo, y sin darse cuenta olvidó el despertar de la fiera y volvieron las ganas de celebrar la gloria por un día. Encuentra la taberna tibia de personal y, sin prisas, elige un discreto rincón al resguardo de fisgones e indeseables. Conforme se acerca a la mesa rastrea a la manceba, y al cruzarse la vista profiere sin palabras: “¡qué atiendas presto zorra!”; mas la moza, cargada de cachaza, contesta también muda: “iré cuando me salga del coño”; y cumplió con atisbo de franqueza, que en esto era fiel, y cuando le pareció a bien, más tarde que pronto, arrima por la esquina.
— ¿Qué tienes por ahí para hincar el diente?
—Escabeches, adobos y olla. Y lo que quiera usía que se le busque.
—Escabeche se me antoja… ¿de qué lo tienes?
—De conejo, perdiz, codorniz… y de truchas, creo que queda. Las perdices son gordas y, para mi gusto, están bien de laurel y azafrán.
— ¿Y la olla?
—La olla podrida ¿de qué va ser…? de alubias con hortalizas y carnero—contesta la zagala de mala gana.
Sin tomar la respuesta como afrenta, don Diego medita la manduca que al cuerpo le conviene.
—No sé… y es que estas tripas no sé qué me piden. Bueno… tráeme una sopa de ajos, y después ya veremos
Al cabo de un buen rato, aburrido y cansino de esperar, advierte al mesonero trasegando y le echa una voz:
— ¡Esa zagala, Bernardo...! ¡Que llevo las tripas en los talones…!
Al instante se acerca el patrón y le dice a Heredia por lo bajo:
—Perdone vuestra merced, que la moza no sabe ni donde tiene la cabeza, que es compromiso de mi mujer de darle oficio a la hija de su hermana de leche. Tenga, que le sirvo yo un vaso de Cariñena para hacer tiempo.
—Pues que sea poco, que el hambre me puede, la sed aún no.
—Si no os hace a mal, y con vuestro permiso, cojo asiento para daros plática, a ver si de esta suerte llega pronto la manceba. Que la paciencia es buena virtud, y no es día de enfadar con el pueblo, que ayer bien estuvo a vuestro lado.
—La casa es vuestra, y buena razón tenéis, que pedimos ayuda al pueblo y el pueblo respondió.
—Me viene a la mente lo que sucedió en este barrio el año cuatro, en tiempos del rey Fernando ¿No sé si conoceréis?
—Pues no recuerdo.
—Hubo un motín del trigo que se escribió en las crónicas. Cuentan que don Bernardino Espital y Pablo de Daroca comandaron una sublevación contra los acaparadores de trigo, esas sanguijuelas que chupaban y siguen chupando la sangre del pueblo hasta matarlo; y uno de los puntales de aquella rebelión fue nada menos que el Maestre Racional, don Gonçalo Paternoy…
En pleno discurso del mesonero por fin se presenta la moza con un caldo bien caliente, exhalando vapor, de un rojizo que alimenta. Y al primer sorbo aparece Martín de La Nuça.
— ¡Hombre, ya se ve…! Tomad asiento con el amigo Bernardo, que contando está lo que sucedió el 1504, y parecido tiene con lo que ayer sucedió.
—Así es don Diego… don Martín acérquese, que ya le dejo sitio. Como os decía: la gente ya estaba ahíta de callar como puta tuerta, y es que el hambre algunas veces es buen consejero, e hizo perder la mesura, la decencia, y cagarse en los muertos de esos truhanes. Buscaron el trigo donde estaba, que no era otro sitio que en los graneros de unos cuantos acaparadores sin conciencia. En el motín limpiaron hasta los pajares y vapulearon al que se puso por delante, y suerte hubo que no acabara peor la cosa. Y como ayer, también a golpe de campana, esta vez la de San Pablo. Pero siempre que el vulgo se desata las tropelías no faltan… le pegaron fuego a la casa del principal de los especuladores: Joan de Lanaja, y no lo mataron de milagro. Y menos mal que don Bernardino contuvo a las turbas, jugándose la vida en el empeño cuando se disponían a saquear las falsas de los Torrellas, los Oliván y los Sánchez, y como la locura ya estaba desatada también la emprendieron con otros almacenistas ricos, aunque estos honrados: los Roda y los Artal. Podéis ver que el pueblo siempre revienta por las mismas costuras, o bien el hambre o la injusticia. Todo eso contaba mi abuelo a la lumbre en los inviernos.
—Entonces vos… ¿sois nieto de… don Bernardino…?
—Por línea materna, por ello me apellidaron Bernardo.
— ¿Y cómo acabó el asunto?
—El zalmedina les procesó, pero la cosa se quedó en agua de borrajas. Estaba Paternoy detrás; que, aparte de ser el maestre de la hacienda real, casado estaba con la hermana del duque de Villahermosa e hija, a su vez, del conde de Ribagorza. Eso le salvó al abuelo.
—Espero que también a nosotros nos valga el parentesco —apunta don Martín mirando a don Diego terminar la escudilla.
—No hagas cuentas de corrido. Que estos tiempos que andamos no son aquellos, el mundo torna y las más de las veces a peor.
— ¡Qué razón tiene don Diego…! Grande pompa y grande imperio donde no se pone el sol, y cada vez hay más pobres y más desafuero. Y yo me digo muchos días: ¿Cómo consiente esto nuestro Señor Jesucristo?
La pregunta queda al aire del Moncayo, simple retórica, pues a falta de respuesta don Diego levanta llevándose la mano a la bolsa; al ver el ademán, Bernardo dice con premura:
—En esta casa no pagan los valedores de la libertad, y del pueblo… al menos hoy.
Sonríen los caballeros y con disimulo Heredia deposita un par de sueldos en la mesa.
—Se agradece Bernardo, buen amigo, tómalo como presente por tu relato, que bien nos viene; eso sí… a la haragana ni una perra.
— ¿A esa…? ¡Si tendría yo que cobrar por aguantarla!, mas no hay remedio y tragar saliva para tener a bien a la mesonera… que ya saben lo que dicen del grillo: de día hambre y de noche ruido.
Riendo de buena gana sale la pareja del mesón por el vientre de la parroquia de San Pablo, esquivando los clientes del mediodía que llegan en tropel, en un hervidero angosto y vibrante hasta la extenuación, pisando el torrente del comercio que ampara a judíos bautizados por la gracia de Dios y moros afanosos porque lo manda Muza, a través de abaceros de patués cerrado y ciegos meditabundos de devenir piadoso, capeando a los críos de pies y culo al aire que al escondite juegan, y también a busconas en venta sin recato. Abocan al ágora, a la razón de la ciudad misma; donde bestias vivas y muertas se confunden entre carros, compreros, paseantes, vagos y mirones; donde los perros de grandes costillares rebuscan la basura. Es el foro de las gentes gastandose el peculio, es la asamblea de alcahuetas que escudriñan el romance venidero, es el mar de palios cochambrosos que esconde charlatanes. Es el mercado, la plaza pública, las cortes permanentes, la animadversión para los ermitaños. Don Diego y don Martín están en el parnaso, donde la afluencia se conmueve al descubrirlos y el rumor les elogia, donde los chavales gritan vítores y las fogosas hembras se acercan a besar.
Desembocan en uno de los cimientos del poder del Justicia, arriman al pilar cardinal del rancio acervo: La cárcel de los Manifestados, que no es penal ni presidio, es conjetura, aunque cárcel al fin al cabo. Pues éste es país, a diferencia de otros, en donde se prohíbe la tortura y el secuestro de bienes, lo dice el fuero de Sobrarbe tatuado en pellejos de carnero y sabio como pocos en la equidad de los hombres libres. Las gentes del reino gustan recordarlo, y les citan a los forasteros: Antes eligieron al Justicia que al Rey. Y en piedra labraron, igual que Moisés, que se cumpla la ley por encima de todo, y de todos, inclusive el mismo rey. Su derecho es voz de sus sentidos, pues sus leyes expresan sus virtudes, mas los defectos en los que abundan no logran ser disimulados. Ese carácter rancio y avaro, ese celo absurdo en un país que fue incapaz de escribir en su lengua. No es fácil revelar esas esencias al nómada, aunque el caldero de la costumbre apoye en trébedes poderosas; solo si el vagamundo se avecina en el reino sabrá que la primera de sus patas es dictaminar la posesión de algo, aquí llaman Aprehensión; la segunda zanca es la Firma de Derecho, que radica en decidir la jurisdicción competente, y para ello el Justiciazgo emana Órdenes de Inhibición; y por última, la que está en juego, la Manifestación de Personas, que consiste en exigir la entrega del preso para evitar violencia, dando de antemano su inocencia por principio, y así fue que en preeminencia de esta pata se levantó una cárcel en la muralla y junto a la Puerta de Toledo.
En el cuerpo de guardia los caballeros recurren a su labia para persuadir al alcaide de la necesidad de reunirse con el preso. Traen en la talega ración de verborrea y palabras piadosas, con aderezos de elegancia en el trato y educación tranquila; puede que hasta Roma llegasen de esta guisa. La mentira y los arrestos los dejan para otro día, aunque convenga engrasar los goznes con unos cuantos sueldos. Y así, con el cuello tieso, el llavero abre la verja y penetran por escaleras y pasillos hasta la celda de Antonio Pérez.
— ¡Alabado sea el Señor! Ya creía que no dejaban entrar a nadie, y sentía el gaznate encogido de angustia. ¡Dadme un abrazo! —exclama el que fuera secretario del hombre más poderoso del orbe, ministro del Rey de las Españas, mano derecha del Habsburgo, mano izquierda de su interés.
— ¡Cuánto me alegro de poder cumplíos! —exclama también don Diego a la vez que abraza al político.
— ¡Martín ven aquí! ¡Martincicooo…! ¡Ay, ay…! Qué gusto recibir a los amigos, aunque sea en prisión. Os veo victoriosos y galanes… Y decidme: ¿os puso muchas trabas el alcaide?, han doblado la guardia, ¿verdad?
—Más humo que fuego, aún os tienen respeto.
—Ojalá sea eso, pues es fácil de perder. En Castilla me lo perdieron, me infamaron, desde el Rey hasta los porqueros. ¡Aún no me explico como pude salir vivo…! En Aragón recobre la honra, y por siempre estaré en deuda con vosotros. Tener por seguro que no lucho solo por recobrar la mía, y la de mi esposa e hijos, es, sobre todo, por la de mi padre. Levantaría de la tumba si supiera que el Rey me acusa de traición; veneraba las leyes, y las de su país, sobre todas; con deciros que su mayor ganancia fue ser tratado como ciudadano honrado de Çaragoça. Pero… he perdido los modales —y señalando una de las sillas y el camastro les dice—: Sentaos por el amor de Dios
—Tengo entendido que fue hombre de temple —hace constar Martín, sin tener mucho detalle de la vida de Gonzalo Pérez.
—Mi padre fue de temple y saber, siempre por su sitio. Bregó en la corte como un Ulises… por el Emperador, por el Rey, y por el Estado. Nunca se lo agradecieron… pero, ¡qué mal anfitrión me estoy volviendo…! con lo que he sido; no puedo ofreceros otra cosa que el vino que me trajo el labrador Jayme Christobal.
Enseguida halla los vasos en un ajuar tan sobrio, aunque notable para vivir en una celda. Coge la barrica que guarda bajo el catre y escancia el tinto de los secanos de la Uerba.
—Dulce caldo os dio el amigo Jayme —felicita Heredia relamiéndose—. Pues sí… ese es el sino de los grandes hombres, y ahora que nombráis a Ulises… recuerdo que leí varios Homeros traducidos por vuestro padre. ¡Buenas horas pasé…!
Añora don Diego los días en Léyda, adonde marchó mozo a estudiar y volvió hombre y con la pena de perder a sus hijos. Mas la memoria eligió parte y el resto lo tiró al vertedero, como sabiendo las conveniencias de la tramoya que nos mueve.
—Traductor, poeta, escritor… de buena talla a mi juicio. Dominaba las lenguas clásicas y entendía de filosofía y matemática. Tal vez demasiado leído y con demasiados libros para monarcas tan burdos, que su biblioteca se la apropió el rey Felipe para ponerla de adorno en el Escorial, pues ni el padre, y menos el hijo, que a los dos le tocó servir, eran agamenones; ni le llegaban a besar la suela de las botas al gran rey Fernando, ese si era príncipe de república con plática para callar a Solón o Diógenes. Los Habsburgo son poderosos, reinarán sobre medio mundo, mas no les darían dádiva los Siete Sabios. El que en suerte me tocó servir solo es gran chupacirios que por erigirse una tumba mata al pueblo. Y muchas veces he pensado en mi error al escoger bando, el de su hermanastro debía ser el justo, eso creo ahora, que el Emperador lo engendró más probo y gentil.
— ¿Sin embargo vuestro partido no fue siempre el contrario al de don Juan de Austria? —inquiere don Martín de La Nuça rehuyendo latines y monsergas antiguas.
—De hecho, yo le recomendé a Escobedo, pues en aquellos tiempos me pareció hombre fiel y dispuesto. Claro está que la naturaleza del hombre es misteriosa… ¡Los desengaños de la vida! ¡Grande profundum mysterium…!