Un
amigo me pasó la primera temporada y creí que verla era perder el tiempo, una
imitación de “El Señor de los Anillos”, pensé, en serie de televisión y de
nuevo con Sean Bean como protagonista, como lo es en la película de Peter
Jackson.
Me
equivoqué, también me ocurrió con Breking Bad –y con tantas otras- Supongo que
tengo prejuicios con la caja tonta, una animadversión de los que todavía nos
criamos jugando en la calle, de los que vimos que de esa pantalla en blanco y
negro salían verdades y muchas mentiras, de los que pensamos que solo era una
centrifugadora profunda de cerebros y voluntades, sin embargo la televisión en
su lucha por sobrevivir en la era de internet se centró en la especialización,
en los canales temáticos, en la exclusividad y la moda de tener lo que otros no
tienen. Todo eso ha producido, y también la tecnología cinematográfica, que la fantasía
en imágenes triunfe. Sin duda gracias a empresarios –el canal HBO- que
arriesgan y consiguen transformar las alucinaciones desbordantes de George R.
R. Martin en un producto de consumo apreciable; sin duda, también, con guionistas –en Hollywood los llaman “creadores”-
como David Benioff y D. B. Weiss nada de esto sería posible.
Acabo
de terminar la séptima temporada, y espero impaciente la octava y última.
Juego
de Tronos es un espectáculo de espada y brujería, de fantasía épica, de cómic
de calidad, de la literatura sin palabras, de terror y casquería, de enanos y
gigantes, de los best-seller para jóvenes
(y los no tanto) de la falta de tapujos
y censuras. Si ese gen se esfumó, no veas Juego de Tronos; si no te crees que
los dragones existen no veas Juego de Tronos, si quieres ver la vida real no
veas Juego de Tronos, si pretendes interpretar Juego de Tronos tampoco es tu
serie, búscate otra o es que te crees un iluminado de esos que salen por la
Sexta a todas horas.